Vocabulario Fundamental. Extinción (29) El último día de Pompeya

La erupción del Vesubio, y la destrucción de dos ciudades costeras romanas, Pompeya y Herculano, el 24 de agosto de 79 d.c. ha quedado grabada como uno de los episodios más trágicos de la Historia. En menos de 24 horas las dos ciudades romanas y miles de sus habitantes fueron borrados de la faz de la tierra. Recordamos aquella fecha fatal a través de un documental de la BBC y la carta de uno de los testigos, el escritor romano Plinio el Joven al historiador Tácito, relatando los últimos momentos de la ciudad y de su tío, el también escritor, naturalista y militar Plinio el Viejo. Éste estaba al mando de una flota romana en Misenoal otro lado de la bahía de Napolés, pero decidió acercarse con su flota para investigar el fenómeno y desembarcar para intentar rescatar a una amiga, encontrando allí la muerte. Con aquel día de apocalipsis a la sombra del gran volcán les dejamos.

Carta de Plinio a su querido Tácito, salud

[1] Pides que te escriba la muerte de mi tío para poder transmitirla a la posteridad con más veracidad. Te doy las gracias, pues veo que a su muerte, si es celebrada por ti, se le ha planteado una gloria inmortal.

[2] En efecto, aunque murió en la destrucción de unas hermosísimas tierras, destinado en cierto modo a vivir siempre, como corresponde a los pueblos y ciudades de memorable suerte, aunque él mismo redactó obras numerosas y duraderas, sin embargo la inmortalidad de tus escritos incrementará mucho su permanencia.

[3] En verdad considero dichosos a quienes les ha sido dado por obsequio de los dioses o hacer cosas dignas de ser escritas o escribir cosas dignas de ser leídas, pero considero los más dichosos a quienes se les ha dado ambas cosas. En el número de éstos estará mi tío, tanto por sus libros como por los tuyos. Por eso con mucho gusto asumo, incluso reivindico, lo que propones.

[4] Estaba en Miseno y presidía el mando de la flota. El día 24 de agosto en torno a las 13 horas mi madre le indica que se divisa una nube de un tamaño y una forma inusual..

[5] Él, tras haber disfrutado del sol, y luego de un baño frío, había tomado un bocado tumbado y ahora trabajaba; pide las sandalias, sube a un lugar desde el que podía contemplar mejor aquel fenómeno. Una nube (no estaba claro de qué monte venía según se la veía de lejos; sólo luego se supo que había sido del Vesubio) estaba surgiendo. No se parecía por su forma a ningún otro árbol que no fuera un pino.

[6] Pues extendiéndose de abajo arriba en forma de tronco, por decirlo así, de forma muy alargada, se dispersaba en algunas ramas, según creo, porque reavivada por un soplo reciente, al disminuir éste luego, se disipaba a todo lo ancho, abandonada o más bien vencida por su peso; unas veces tenía un color blanco brillante, otras sucio y con manchas, como si hubiera llevado hasta el cielo tierra o ceniza.

[7] Le pareció que debía ser examinado en mayor medida y más cerca, como corresponde a un hombre muy erudito. Ordena que se prepare una libúrnica1; me da la posibilidad de acompañarle, si quería; le respondí que yo prefería estudiar, y casualmente él mismo me había puesto algo para escribir.

[8] Salía de casa; recibe un mensaje de Rectina, la esposa de Tasco, asustada por el amenazante peligro (pues su villa estaba bajo el Vesubio, y no había salida alguna excepto por barcos): rogaba que la salvara de tan gran apuro.


[9] Cambia de plan y lo que había empezado con ánimo científico lo afronta con el mayor empeño. Sacó unas barcas con cuatro filas de remos y embarcó dispuesto a ayudar no sólo a Rectina, sino también a muchos (pues lo agradable de la costa la había llenado de bañistas).

[10] Se apresura a dirigirse a la parte de donde los demás huyen y mantiene el rumbo fijo y el timón hacia el peligro, estando sólo él libre de temor, de forma que fue dictando a su secretario y tomando notas de todas las características de aquel acontecimiento y todas sus formas según las había visto por sus propios ojos.

[11] Ya caía ceniza en las naves, cuanto más se acercaban, más caliente y más densa; ya hasta piedras pómez y negras, quemadas y rotas por el fuego; ya un repentino bajo fondo y la playa inaccesible por el desplome del monte. Habiendo vacilado un poco sobre si debía girar hacia atrás, luego al piloto, que advertía que se hiciera así, le dice: «La fortuna ayuda a los valerosos: dirígete a casa de Pomponiani».


[12] Se encontraba en Estabias apartado del centro del golfo (pues poco a poco el mar se adentra en la costa curvada y redondeada2) Allí aunque el peligro no era próximo pero sí evidente y al arreciar la erupción muy cercana, había llevado equipajes a las naves, seguro de escapar si se aplacaba el viento que venía de frente y por el que era llevado de forma favorable mi tío. Él abraza, consuela y anima al asustado Pomponio. y para mitigar con su seguridad el temor de aquél, le ordena proporcionarle un baño; después del aseo, se reclina3 junto a la mesa, cena realmente alegre o (lo que es igualmente grande) simulando estar alegre.

[13] Entre tanto desde el monte Vesubio por muchos lugares resplandecían llamaradas anchísimas y elevadas deflagraciones, cuyo resplandor y luminosidad se acentuaba por las tinieblas de la noche. Mi tío, para remedio del miedo, insistía en decir que debido a la agitación de los campesinos, se habían dejado los fuegos y las villas desiertas ardían sin vigilancia. Después se echó a reposar y reposó en verdad con un profundísimo sueño, pues su respiración, que era bastante pesada y ruidosa debido a su corpulencia, era oída por los que se encontraban ante su puerta.

[14] Pero el patio desde el que se accedía a la estancia, colmado ya de una mezcla de ceniza y piedra pómez se había elevado de tal modo que, si se permanecía más tiempo en la habitación, se impediría la salida. Una vez despertado, sale y se reúne con Pomponiano y los demás que habían permanecido alertas.

[15] Deliberan en común si se quedan en la casa o se van a donde sea al campo. Pues los aposentos oscilaban con frecuentes y amplios temblores y parecía que sacados de sus cimientos iban y volvían unas veces a un lado y otras a otro.

[16] A la intemperie de nuevo se temía la caída de piedras pómez a pesar de ser ligeras y carcomidas, pero se escogió esta opción comparando peligros; y en el caso de mi tío, una reflexión se impuso a otra reflexión, en el de los demás, un temor a otro temor. Atan con vendas almohadas colocadas sobre sus espaldas: Esto fue la protección contra la caída de piedras.

[17] Ya era de día en otros sitios y allí había una noche más negra y más espesa que todas las noches. Sin embargo muchas teas y variadas luminarias la aliviaban. Se decidió dirigirse hacia la playa y examinar desde cerca qué posibilidad ofrecería ya el mar; pero éste permanecía aún inaccesible y adverso.

[18] Allí echado sobre una sábana extendida pidió una y otra vez agua fría y la apuró. Luego las llamas y el olor a azufre, indicio de las llamas, ponen en fuga a los demás. a él lo alertan.

[19] Apoyándose en dos esclavos se levantó e inmediatamente se desplomó, según yo supongo, al quedar obstruida la respiración por la mayor densidad del humo, y al cerrársele el esófago, que por naturaleza tenía débil y estrecho y frecuentemente le producía ardores.

[20] Cuando volvió la luz (era el tercer día, contando desde el que había visto por última vez) se halló su cuerpo intacto, sin heridas y cubierto tal y como se había vestido. El aspecto era más parecido a una persona dormida que a un cadáver.

[21] Entre tanto en Miseno mi madre y yo … pero esto no importa a la historia, ni tú quisiste saber otra cosa que su final. Por tanto termino.

[22] Únicamente añadiré que he narrado todo en lo que yo había estado presente y lo que había oído inmediatamente, cuando se recuerda la verdad en mayor medida. Tú seleccionarás lo más importante; de hecho, una cosa es escribir una carta y otra escribir historia, una cosa es escribir a un amigo y otra a todos. Adiós.

Notas:
1. Tipo de nave ligera.
2. Ahí se forma un pequeña ensenada dentro del golfo de Nápoles, algo más pronunciada en aquel entonces. 3. En aquel tiempo no se sentaban a la mesa, sino que se tumbaban.

S.P.Q.R. (3) Vida y muerte de los gladiadores de Roma

Allá donde iba Roma iban los gladiadores y donde arraigaba la civilización romana se exportaban también sus fastos y entretenimientos. A través de una investigación de cinco años en una necrópolis romana hallada en Éfeso (oeste de Turquía), se han podido certificar los primeros restos de estos magníficos guerreros y las causas de su muerte. Este documental revela algunos de los secretos sobre estos luchadores que el tiempo había guardado, nos muestra cómo vivían, luchaban y morían los gladiadores de Roma. 

Descubierto en Éfeso el primer cementerio de gladiadores


Dos científicos austriacos aseguran que han descubierto el primer cementerio de gladiadores, concretamente en la célebre Éfeso (oeste de Turquía), que fue uno de los centros religiosos, culturales y comerciales más importantes de toda la antigüedad. Los profesores Karl Grosschmidt y Fabian Kanz, especialistas en patología de de la Universidad Médica de Viena, han dedicado los cinco últimos años de sus vidas a catalogar y analizar miles de huesos correspondientes a al menos 67 individuos de entre 20 y 30 años de edad. Todos ellos serían gladiadores, los luchadores de los juegos públicos romanos que han sido inmortalizados por Hollywood en decenas de películas. Entre sus hallazgos figuran también tres lápidas que representan claramente a estos «héroes del deporte». Así, Grosschmidt y Kanz han concluido que este yacimiento arqueológico fue en el pasado una necrópolis exclusiva para gladiadores. El análisis de los restos óseos, así como el tipo de heridas que presentaban, han arrojado además datos muy curiosos sobre cómo vivieron, lucharon y murieron.

Uno de los aspectos más llamativos de los estudios forenses llevados a cabo por los profesores austriacos son las cicatrices de heridas que revelan que los gladiadores recibieron tratamiento médico, bueno y caro. De hecho, uno de los cuerpos muestra incluso signos de que fue sometido a una amputación quirúrgica. Por otra parte, ninguna de las lesiones observadas sugiere que fueran producto de peleas caóticas, sino que por el contrario, se debieron a duelos organizados bajo estrictas reglas de combate. Grosschmidt y Kanz descubrieron además heridas mortales, probablemente producto del «golpe de gracia» que en ocasiones recibía el gladiador perdedor para acortar su sufrimiento. 

En esta necrópolis de Éfeso, en la actualidad una ciudad en ruinas, no han aparecido solamente restos de gladiadores que murieron en la arena, sino también de luchadores que consiguieron su libertad después de tres años combatiendo y después se dedicaron a otros menesteres. Los patólogos austriacos hallaron al menos un esqueleto casi completo de un hombre mayor que el resto con heridas debidamente curadas, ninguna de ellas fatales. «Vivió prácticamente lo que se considera la cantidad de años normales para un romano (…) Creo que lo más probable es que haya muerto de causas naturales», aseguró el profesor Kanz.

S.P.Q.R. (2) Trajano, Emperador de Roma

«Soy el primero en cruzar un gran río en más de 100 años. He cruzado el Rhin, el Danubio y el Eufrates… Las únicas ablucciones dignas de un romano. Roma debe seguir creciendo o perecerá. La Urbe hecha Orbe. Ese es nuestro destino. Pero Hadriano no lo siente así…»

En nuestra segunda entrada sobre la Antigua Roma abordamos la figura del emperador Marco Ulpio Trajano, nacido en Itálica, cerca de la actual Sevilla -fue el primer emperador no nacido en la península italiana- el 18 de septiembre del año 53 d.C., hecho emperador a principios de 98d.C. y fallecido el 9 de agosto del año 117 d.C., en plena campaña contra los partos, el gran enemigo de Roma en Asia Menor. 

Con Trajano el Imperio conoce sus dos últimas campañas de conquista y anexión de gran envergadura; tras él la política se tornará defensiva hasta el final del imperio. Es por esto por lo que además se considera con frecuencia que fue el último gran conquistador de la Antigua Roma.


Es en su mandato cuando el Imperio Romano alcanza su máxima expansión, pues amplió las conquistas romanas incorporando las nuevas provincias de Dacia -la actual Rumanía, para cuya conquista y anexión definitivas necesitó dos guerras-, Arabia y Judea, penetrando en el corazón del imperio parto y llegando hasta la ciudad de Susa, al sudoeste del actual Irán, lo que marcaría el límite máximo del Imperio Romano en Oriente. Tras ello tendría que retirarse de la campaña de conquista en Asia Menor ante las revueltas judías por todo Oriente Próximo y moriría en el camino, en la ciudad de Selinus -en la actual Turquía- el 9 de agosto de 117 d.C. Su heredero, Hadriano, renunciaría a la conquista de Mesopotamia que Trajano había iniciado al considerarla indefendible, a consecuencia del excesivo esfuerzo logístico que requería mantener campamentos estables en esa zona.

Como apunta Jesús Pardo, autor del estupendo y recomendable libro «Yo, Marco Ulpio Trajano», al igual que le había ocurrido a Julio César y le ocurriría después al emperador Juliano, conocido como el Apóstata, cuando estaban a punto de realizar una acción militar decisiva contra el gran enemigo de Roma en el este, Partia, como si en la Historia de Roma hubiese algún espíritu siempre vigilante para salir al paso de quienes se propusieran acabar con el Imperio parto, como si éste fuera para Roma un elemento y un contrapeso del que no se pudiera prescindir. Queda pues para la Historia-ficción la ucronía de qué hubiera ocurrido si Partia (luego Persia, actualmente Irán) hubiera sido conquistada y romanizada, aunque desde luego eso podría haber cambiado el rumbo de la historia. 

(1) De la Bética a la Corte de los Césares

Trajano, nativo de la provincia hispana de la Bética, pertenecía a una familia cuyo oscuro origen hizo que el historiador Dión Casio lo calificara de simple ibero. El padre de Trajano sirvió lealmente en todos los frentes, desde el Oriente más lejano hasta su propia provincia de origen. En cuanto pudo se llevó consigo a su hijo, el futuro emperador, al que educó para que continuara y acrecentara la reciente gloria familiar; una gloria hecha de servicios de armas y lealtad al soberano.

Una rebelión de la Guardia Pretoriana en el año 97 casi forzó al anciano emperador Nerva,  a adoptar al popular entre los militares Marco Ulpio Trajano, entonces gobernador de Germania Superior y antiguo comandante de la Legio Setimo Gemina, como su heredero y sucesor. Tras lo que aproximadamente fueron dieciocho meses de gestión, Nerva murió de muerte natural el 27 de enero de 98. Fue quien luego sería su sucesor, Hadriano, quien le traería la noticia de la muerte de Nerva,  por lo que, con inusual tranquilidad, Trajano es elegido emperador como su sucesor. Sin embargo, el nuevo soberano del Imperio no marcha inmediatamente sino que permanece casi dos años en Germania asegurando la frontera del Rhin y fundando Colonia Ulpia Traiana, la actual ciudad de Colonia. 

No fue que marchó a Roma hasta el 99 d.C donde realizó una entrada triunfal, convertido ya en emperador y con el título de Germánico. El nuevo Emperador romano fue acogido por el pueblo de Roma con gran entusiasmo, que justificó gobernando bien y sin el derramamiento de sangre que había marcado el reinado de Domiciano. Liberó a muchas personas que habían sido encarceladas injustamente por Domiciano y devolvió buena parte de propiedad privada que Domiciano había confiscado; un proceso comenzado por Nerva antes de su muerte. Su popularidad fue tal que con el tiempo el Senado Romano le confirió a Trajano el título honorífico de Optimus.


(2) Una nueva Provincia, un nuevo Imperio

Su estancia en Roma fue corta pues el nuevo emperador se lanzó de inmediato a cabo sus sueños de conquista para asegurar las fronteras romanas. La primera oportunidad de gloria se le presentó en la frontera del Danubio, en Dacia, la actual Rumanía, cuya conquista era una vieja ambición romana (ya había sido intentada por Domiciano, siendo derrotado) y Trajano se propuso resolver este tema que Roma tenía pendiente, luchando contra Decébalo, un poderoso rey de gran talento que se había convertido en un temible adversario para Roma. Adentrándose en los bosques que surcan el Danubio, Trajano vivió tal vez los momentos más gloriosos de su vida.

En el verano de 101 Trajano reunió un gran ejército y tras cruzar el Danubio se dirigió a la capital dacia, Sarmizegetusa Regia, mientras otro contingente romano pentraba los dominios desde más al este. La lucha se prolongó hasta el invierno y Decébalo pudo organizar un contrataque pero al no helarse el Danubo ese año, los suministros que permitieron continuar los combates contra el rey dacio pudieron llegar a las legiones y las permitieron continuar su esfuerzo bélico y Trajano consiguió la rendición de Decébalo. Tras la conquista de Dacia, Trajano ordenó erigir un puente de piedra sobre el Danubio para mostrar que Roma no sólo dominaba a los pueblos, sino también a los elementos. Trajano fue recibido como un héroe en Roma, pero la alegría duró poco.

En el año 105, Decébalo invadió las posesiones de Roma al sur del Danubio. comenzando la segunda guerra dácica. Trajano reclutó dos nuevas legiones y se lanzó a la invasión de Dacia para convertirla en provincia. En 106, ante el arrollador avance del emperador, Decébalo fue abandonado por los suyos y decidió suicidarse. Con la riqueza recién adquirida se comenzaron las obras del nuevo foro, que llevaría el nombre del emperador, así como de la basílica, la biblioteca y los mercados. Las campañas bélicas en Dacia serán eternizadas en la formidable Columna Trajana, una columna de granito donde se narran las hazañas de esta conquista. El vértigo de la gloria le hizo cambiar su concepción de sí mismo. Al identificarse con el mítico héroe Hércules, Trajano pretendió que los dioses le habían encargado la misión de restablecer el orden en toda la Tierra. Pero para hacer realidad sus sueños era necesaria la derrota del último gran enemigo de Roma: Partia.


(3) Del campo de batalla al Olimpo de los dioses

Trajano fomentó la realización de grandes obras públicas sobre todo la Via Traiana  y realizó construcciones necesarias para facilitar la romanización y mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos. Así, reforzó la red viaria, restaurando las principales calzadas que se expandían desde la Urbe, uniéndola con el resto del imperio.

En 116 d.C., ya sexagenario, Trajano decidió lanzarse a una empresa digna de Alejandro Magno y César: la conquista de todo el Oriente del mundo conocido. Pero murió antes de celebrar el triunfo en Roma. Roma llevaba dos siglos luchando contra este imperio de temibles guerreros que se extendía por Mesopotamia, Irán y Anatolia. Pero a diferencia de lo ocurrido en el Danubio, el emperador no había reclutado nuevas legiones. La facilidad de las victorias iniciales ocultó durante algún tiempo una debilidad de sus tropas, lo que acabaría convirtiéndose en la semilla del desastre. 

Trajano avanzó con audacia y Ctesifonte, la capital parta, cayó sin resistencia y Babilonia también fue capturada. Sin embargo, la revuelta de los judíos de Cirene, Egipto, Palestina y otros lugares de Asia se extendió a las numerosas y poderosas juderías mesopotámicas, a las que se sumaron las ciudades griegas de la región, que preferían el débil dominio parto al pesado yugo romano. En el año 117, Trajano emprendió el regreso a Roma, pero nunca llegó, murió en Selinus. A la muerte de Trajano, cuando volvía de su última campaña contra los partos, su sucesor, Hadriano, ordenó que se abandonaran todas las tierras conquistadas al este del Éufrates.

S.P.Q.R. (1) Intro / Están locos los romanos


Intro


Comenzamos una nueva serie de posts sobre la Antigua Roma bajo la clásica insignia S.P.Q.R (Senatus Populusque Romanus, el Senado y el pueblo romano) y lo hacemos con un estupendo artículo de Jacinto Antón en el que pregunta a expertos sobre algunos grandes mitos y errores históricos en nuestra percepción sobre la civilización romana y lo que de ella hemos heredado. A través de documentales y artículos especializados indagaremos en la historia romana, en las guerras y los guerreros que forjaron el imperio y finalmente lo destruyeron y los sistemas políticos que la conformaron, desde aquella alianza de las tribus latinas, sabinas y etruscas que se asentaban en las siete colinas a orillas del río Tiber hasta abarcar desde la actual Gran Bretaña hasta el desierto del Sahara, desde la Península Ibérica hasta el río Tigris. 


La civilización romana constituye un elemento crucial en el desarrollo tanto de Occidente como de Oriente Próximo y Asia Menor. Recordemos que en un principio, tras su fundación en 753 a.C. (según la tradición), Roma fue una monarquía etrusca que tuvo siete reyes, el último de ellos Tarquinio el Soberbio. Cuando éste fue derrocado en 509 a.C. se estableció la República y un sistema de cónsules sustituyó al monarca, hasta la llegada de Julio César que iría acumulando más y más poder hasta convertirse en lo más parecido a un rey de facto. Su asesinato a manos de senadores que pensaban que quería restaurar la monarquía dio paso al posterior advenimiento al poder de Octavio Augusto, quien en el 27 a.C. abolirá la República y consolidará un gobierno unipersonal, centralizado y dinástico en todo el territorio que será conocido como Imperio Romano. 

Al período de mayor esplendor del Imperio se le conoce como pax romana, debido al relativo estado de orden y prosperidad bajo la dinastía de los Antoninos (96-192) y, en menor medida, bajo la de los Severos (193-235) en la que comenzaría su decadencia. Es en este periodo cuando el Imperio Romano, de manos de Trajano (a quien dedicaremos nuestra segunda entrada de S.P.Q.R.) alcanzaría su máxima expansión, llegando hasta la ciudad persa de Susa, al sudoeste del actual Irán.
El deterioro de las instituciones imperiales, -particularmente la del propio emperador- sumiría al Imperio en la ingobernabilidad y las guerras civiles durante el siglo III. Entre el 238 y el 285 pasaron por el poder 19 emperadores, los cuales —incapaces de tomar las riendas del gobierno y actuar de manera concorde con el Senado— terminaron por situar a Roma en una verdadera crisis institucional. Durante este mismo período comenzó una invasión pacífica cuando algunas tribus bárbaras se fueron situando en los limes del Imperio aprovechando la decadencia las otrora invencibles legiones romanas, además de la ingobernabilidad producida en el poder central, incapaz de actuar en contra de esta situación.

De esta forma y a pesar de una breve «estabilización» del Imperio en manos de algunos emperadores fuertes como Diocleciano, Constantino I y Teodosio I, el Imperio se dividiría definitivamente a la muerte de este último en 395 d.C. en Imperio Romano de Occidente, con capital en Roma e Imperio romano de Oriente, éste con capital en Constantinopla. Sin embargo el desgobierno continuó en el Occidente, los emperadores eran cada vez más débiles, las guerras civiles siguieron arruinando las finanzas imperiales, el desorden interno no sólo acabó con la industria y el comercio, sino que debilitó a tal punto las defensas de las fronteras imperiales, que privadas de la vigilancia de antaño, se convirtieron en puertas francas por donde penetraron las tribus bárbaras, propiciando las invasiones que acabarían con la caída del Imperio de Occidente en 476 d.C., lo que daría paso a una nueva era en Europa, la Alta Edad Media. El Imperio Romano de Oriente o Imperio Bizantino continuaría su existencia durante casi mil años más, hasta la caída de Constantinopla ante los ejércitos turcos de Mehmet II, en 1453

Evolución histórica de la Antigua Roma

República Romana
Imperio Romano
Imperio Romano de Occidente
Imperio Romano de Oriente
Estados herederos del Imperio Bizantino

En fin, comenzamos. Jacinto Antón y están locos los romanos. Disfruten. 

Están locos los romanos

Jacinto Antón – El País 22 Mayo 2011

Les debemos mucho, pero nos separan cosas fundamentales. ¿Qué es lo que más nos impactaría de la Roma clásica si pidieramos viajar hasta ella?, le pregunto a la gran y amena historiadora Mary Beard, autora de Pompeya o El triunfo romano (ambas en Crítica). «Oh, la suciedad y el olor pestilente, y la pobreza… detrás de la rutilante fachada de mármol».
Les debemos mucho, casi todo, a los romanos, vale. Recuerden las palabras de Reg, el líder del Frente Popular de Judea, sector oficial, en La vida de Brian -el discurso más celebrado del cine de sandalias después de la arenga del general Maximus (Gladiator) a los frates jinetes de sus turmae y el «¡arre!» de Ben Hur-: «Aparte del acueducto, el alcantarillado, las carreteras, la irrigación, la sanidad, la enseñanza, el vino (eso sí lo vamos a echar de menos), la ley y el orden, ¿qué han hecho los romanos por nosotros?». Roma caput mundi, aeterna urbis, aurea Roma, civis Romanum sum, Romanus sedendo vincit… De acuerdo, de acuerdo. Pero tras la nueva invasión romana que vivimos, la enésima, manifestada en libros de toda clase, películas y series de televisión -hasta La Fura dels Baus se pone romana-, una sospecha empieza a aflorar en nuestros latinos corazones: ¿de verdad nos parecemos tanto?, ¿somos tan romanos realmente?, ¿ese mundo que aparece ante nuestros ojos en páginas, pantallas y escenarios es el nuestro?

Es difícil identificarse, aceptémoslo, con la hosca facilidad de Quintus Dias, el protagonista de la sangrienta película Centurión, para matar a punta de gladio pictos y brigantes; con el sexo morboso y cruel de las matronas de Spartacus -quien haya visto con su hija adolescente la escena de la serie en que las damas obligan a copular ante ellas a un gladiador y a una esclava tardará en olvidarlo («pues vaya con la antigüedad, papi»), por no hablar de conseguir que la niña lea luego a Ovidio-. Cuesta, decía, sentir afinidad con la despiadada astucia del resucitado pretor Galba en la segunda temporada de Hispania o con platos como las vulvas de cerdo à la Lucio Vero (envenenadas). ¿Un espejo, Roma? Vae!, ¡ay!.

¿Qué es lo que más nos impactaría de la Roma clásica si pidieramos viajar hasta ella?, le pregunto a la gran y amena historiadora Mary Beard, autora de Pompeya o El triunfo romano (ambas en Crítica). «Oh, la suciedad y el olor pestilente, y la pobreza… detrás de la rutilante fachada de mármol».


Lindsey Davis es otra de las personas que más nos han acercado al mundo romano, ella desde las novelas del detective Falco, la XX de las cuales, Némesis, es novedad, como lo es la indispensable Marco Didio Falco, la guía oficial, una delicia enciclopédica para sus muchos seguidores (ambas en Edhasa). Al interrogar a la autora sobre esa extrañeza que nos provocan los romanos, contesta: «Yo he basado mis libros precisamente en la creencia de que los romanos eran como nosotros. Pero siempre digo que hay dos áreas en que su mundo difiere radicalmente del nuestro: la arena (los combates de gladiadores y con animales) y la esclavitud. Desde luego, hay también otra: la posición legal de la mujer, que tenía que ser representada en muchas ocasiones por el cabeza de familia. Muchas ocupaciones le estaban vetadas: ¡de haber vivido entonces yo no me podría ganar la vida como lo hago!»,
Davis, noblesse oblige, aprovecha para criticar que en el filme La legión del águila -basada en la conmovedora novela de Rosemary Sutcliff-, el protagonista porta la espada en el lado izquierdo cuando lo preceptivo en el ejército romano era llevarla siempre en el derecho. Ahí queda el dato.

Aparte de que no existían en el mundo romano el café, el té, el chocolate, las patatas o los tomates, (¡un mundo sin todo eso no puede ser el nuestro!), nos choca mucho lo poco que valía la vida, sobre todo si eras un esclavo, «un animal con habla», como dice que los consideraban la arqueóloga Isabel Rodà, directora del Insituto catalán de Arqueología Clásica (ICAC): cuando uno de los suyos rompió sin querer una copa de cristal, Vedio Polión ordenó que lo echaran al estanque de las morenas, a las que había acostumbrado a comer carne humana (ya ven que la historia no se la inventó Robert Harris en Pompeya).

El gran historiador Paul Veyne dice en Sexe et pouvoir a Rome (Tallandier, 2005) que lo que más nos sorprendería de vernos súbitamente trasladados a la antigüedad romana es la violencia, «una brutalidad que corta el aliento». Violencia no solo en el anfiteatro sino en todas las facetas de la vida. No en balde, señala, en las fasces el símbolo de Roma era un hacha de decapitar rodeada de varas para azotar. La mayoría de los grandes líderes políticos romanos tenían experiencia militar de combate cuerpo a cuerpo y habían matado con su propia mano.

No había nada en aquel mundo similar a nuestro humanitarismo. El infanticidio era habitual. Y el abandono de los niños tan corriente que suponía el principal suministro de los mercaderes de esclavos, por encima de los prisioneros de guerra.

No entenderían los romanos que nos parecieran mal los combates de gladiadores, la atroz hemorragia de la arena (Beard calcula que el número habitual de gladiadores en el imperio ascendía a 16.000, ¡el equivalente a tres legiones!). Así que de prohibir los toros, ya ni hablemos. No existía algo que nos parece tan esencial como los derechos humanos, una conquista muy reciente, conque los derechos de los animales… Augusto envió al circo para su escabechina a 420 leopardos y 36 cocodrilos, según Plinio. César 20 elefantes y 600 leones. Cómodo mató él mismo en un espectáculo cinco hipopótamos, dos elefantes, un rinoceronte y una jirafa. «Nos sorprende de los romanos su prepotente sentido de dominio de la naturaleza«, apunta Rodà.

El espectáculo de la violencia y la crueldad resultaba casi anodino en Roma, trivial. Cuando de niño Caracalla prorrumpió en sollozos en el Coliseo asustado por los alaridos de un condenado a las fieras -damnatio ad bestias- que estaba siendo despedazado por un tigre, la muchedumbre se conmovió… del llanto del futuro emperador, no del pobre tipo supliciado. Nunca hubo cosa tal como una campaña para la abolición de los shows de la arena. Ni siquiera protestas. A Marco Aurelio no le gustaban las luchas de gladiadores, pero porque las encontraba aburridas. «Las fronteras éticas de los romanos estaban situadas en lugares diferentes de las nuestras», recalca Beard.

Entre la gran cosecha reciente de libros de romanos -que incluye títulos como La prisionera de Roma (Planeta), en la que José Luis Corral novela la vida de Zenobia, la reina de Palmira; el imprescindible Manual del soldado romano (por fin en castellano, en Akal), de Matyszak o La cosecha por la libertad (Edhasa), con la que Simon Scarrow, el autor de la feroz saga sobre las legiones centrada en los centuriones Macro y Cato, abre una nueva serie ¡juvenil! protagonizada por un gladiador adolescente-, destaca Gabinete de curiosidades romanas (Crítica, 2011). Su autor, J. C. McKeown, profesor universitario de Clásicas en EE UU, ha recogido en un volumen fascinante «relatos extraños y hechos sorprendentes» del mundo romano. Su lectura resulta muy ilustrativa para ver hasta qué punto los romanos eran diferentes de nosotros.

¡Qué cosas creían! Que a las serpientes les gusta el vino, que las cabras respiran por las orejas… El propio Plinio, que se vanagloriaba de su espíritu científico, daba crédito a los prodigios más disparatados, como que cuando fue derrocado Nerón, un olivar del emperador cruzó la vía pública -también refiere la creencia de que si uno se pone una lengua de hiena entre la planta del pie y la suela del zapato no le ladran los perros-.

Hacían mucho caso los romanos, pueblo supersticioso donde los haya, a los presagios y sueños. «Era por falta de una religión intimista», señala Rodà, «la religión oficial era ceremonial y no podía satisfacer las necesidades más profundas, así que estaban pendientes de presagios y se cargaban de amuletos». Artemidoro de Daldis, autor de una Intepretación de los sueños, apunta que soñar que uno es crucificado anuncia al soltero que va a casarse (!). Dión Casio da cuenta del infausto augurio que pareció a César el que cuando perseguía al ejército de Pompeyo sus estandartes aparecieran infestados de arañas. Marco Aurelio, un tipo que parece tan cabal hizo arrojar al Danubio dos leones vivos para propiciar su guerra contra los marcomanos. Para Mary Beard la historia más estrafalaria del mundo romano es la del banquete ofrecido por Heliogábalo en el que la lluvia de pétalos de rosa lanzada sobre los comensales fue tan copiosa que los asfixió. «Es una historia fuerte, pero ofrece una gran advertencia acerca del emperador: ¡su generosidad puede matarte!».

Los romanos a los que tenemos por tan limpios, no usaban jabón para lavarse sino aceite de oliva. Los retretes domésticos eran una excentricidad (y estaban junto a las cocinas, y no tenían puertas). Lo habitual era usar las letrinas públicas, sin ninguna privacidad. Curioso. Incluso los insultos romanos nos suenan extraños: Domicio Corbulón llamó a Cornelio Fido en el Senado «struthocamelus depilatus», «avestruz pelado», vamos, ni el capitán Haddock. ¿El sexo? «Somos más mojigatos que ellos en relación con el placer y el cuerpo», opina Rodà. «Había menos tabúes. No tenían el concepto de pecado y culpa que es nuestra herencia judeocristiana». A ver quién colgaría hoy en su casa un tintinnabulum, una campanita, con forma de pene…


Hay muchas cosas que damos por sentado de los romanos, pero que no son ciertas. Por ejemplo, apunta Mary Beard, que usaran habitualmente togas. «La toga era una vestimenta formal, no algo para cada día». La historiadora detesta que le pregunten (como le ocurre siempre) qué llevaban debajo de la ropa los romanos. Ahí va la respuesta: subligaculum. Con lo fácil que es decir calzoncillos y bragas…


Eran, parece, los romanos, poco dados a la introspección o al análisis psicológico. La corrupción y la prevaricación reinaban a gran escala, eso nos sorprende menos, pero había un fenómeno que nos resulta estrambótico, el evergetismo: el mecenazgo sobre el dominio público. Los ricos ofrecían servicios a la comunidad -a cambio de clientelismo político-. Los anfiteatros, las termas, la mayoría de los monumentos públicos eran pagados y donados a la ciudad por los poderosos. Como si el metro o la red eléctrica los regalara un particular. No existía una verdadera policía (aunque siempre podías llamar a Falco) y la única manera de conseguir justicia era a menudo tener un buen patrón o una banda de amigos que te echaran una mano: sí, mafiosillo. La serie Roma, que ahora se repone, da una imagen ajustada de eso.

¿Qué decir de la forma en que hacían la guerra los romanos? Salvaje. La guerra total. Las legiones eran una verdadera picadora de carne. Se calcula que la conquista de la Galia por César costó un millón de vidas. El propio Julio anota que en una batalla «casi la totalidad de la tribu de los nervios fue exterminada y con ella su nombre». Como dice Tácito que dijo el cabecilla britano Calgatus, «crean un desierto y lo llaman paz».

«Odio et amo: nuestra visión de Roma puede ser muy ambivalente», resume Isabel Rodà. «Los romanos llevaron al mundo una modernidad y un confort, una calidad de vida, que no hemos recuperado luego hasta el siglo XX, por no hablar del derecho, pero no podemos idealizarlos. Estamos separados: nosotros somos producto de muchas fases intermedias, y del cristianismo». Acabamos con un testimonio de excepción: ¡el del mismísimo Galba! «Me siento bien con la coraza, da empaque», dice Lluís Homar que se ha metido con ganas una segunda temporada en la piel del pretor. Aunque eso no le hace perder la perspectiva: «Los romanos eran diferentes, no te quepa la menor duda; mientras nosotros debatimos sobre el boxeo o los toros, ellos no tenían ningún reparo en emplear la fuerza bruta, ni en convertir la violencia en espectáculo. Los devolvemos a la vida en la ficción, pero su tiempo ha pasado».

Sexus

– Se rumoreaba que la emperatriz Faustina había concebido a Cómodo de un gladiador. Y que Marco Aurelio, siguiendo el sabio consejo de los adivinos, lo había hecho matar, obligado a su mujer a bañarse en la sangre y luego la había tomado sexualmente. Eso no salía en Gladiator…

– Catón de Útica, modelo de virtud romana, prestó su mujer a un amigo (íntimo, este sí) y la volvió a desposar después.
– La homosexualidad pasiva era un delito en un ciudadano, pero en el esclavo era un deber si el amo lo exigía. Ostras y caracoles, ya se sabe.
– No se clasificaba a la gente por el género del partenaire sino en función de si al practicar el sexo se era la parte activa o pasiva. O se tomaba el placer virilmente o se daba servilmente.
– Hacer una felación era un acto vergonzoso. El cunnilingus aún más, infame. La homosexualidad femenina estaba categóricamente prohibida. Tampoco gustaba (socialmente) que la mujer cabalgara al hombre: le molestaba mucho a Séneca.
– El principal sistema anticonceptivo romano era el agua fría. hasta el punto de que una mujer que hacía el amor se denominaba una mujer lavada (puella lauta) y la que lo hacía mucho, una mujer húmeda (puella uda)
– Dión Casio explica el caso de una prostituta que hacía de leopardo para un senador.