«En el caso de Into the Abyss siempre estuvo claro que el epicentro de las cosas era el crimen, un crimen que está más allá de mi comprensión. Me pareció muy aterrador, ya que era tan extraordinariamente absurdo, totalmente nihilista. Es por eso que me intrigó, quería saber qué había detrás de él: ¿Quiénes son los autores? ¿Quiénes son los supervivientes? ¿Quiénes son los detectives de los homicidios? ¿Qué aspecto tenía la la escena del crimen?» Werner Herzog
«(…) paisajes de pobreza y desolación americanas tomados desde la ventanilla de un coche en marcha: gasolineras en ruinas, anuncios de iglesias apocalípticas junto a las carreteras, las redes de alambre espinoso de una prisión, viviendas en caravanas viejas rodeadas de basuras.» Antonio Muñoz Molina
Hoy publicamos ‘Into the abyss’, un trabajo del documentalista y cineasta alemán Werner Herzog que reflexiona sobre la pena de muerte y la violencia en la sociedad estadounidense a través del caso de dos asesinos convictos, dos jóvenes blancos de clase baja, la llamada ‘white trash’. En octubre de 2001 en una deprimida zona rural de Texas Michael Perry y Jason Burkett, tras una noche de drogas y alcohol, entraron en una zona residencial de clase alta y mataron a tres personas para robar un coche que guardaban en su casa, un Chevrolet Camaro rojo. Tras el asesinato, Perry y Burkett condujeron durante tres días con el coche de un lado a otro, en una alocada huida que terminó en un tiroteo con la policía, su detención y su posterior encarcelamiento y juicio. Perry fue condenado a la pena de muerte y Burkett a cadena perpetua, aunque ellos siempre mantuvieron su inocencia a pesar de las pruebas en su contra.
Herzog accede a las grabaciones del lugar de los crímenes y en sus entrevistas a los relacionados con el caso (los dos asesinos, sus familiares, los familiares de los muertos, el reverendo que va a escuchar a Perry antes de su ejecución, amigos, conocidos…) muestra los trastornos psicológicos evidentes en los múltiples damnificados por el mismo, retratando una sociedad perturbada por la miseria y la ignorancia, por la violencia explícita que permite el fácil acceso a toda clase de armas y la frustración de quienes quedan en los márgenes del sueño americano. Herzog, como europeo, intenta diseccionar esa cultura de muerte que es la de la pena capital, escrutándola desde todos los ángulos posibles. Los detalles de los crímenes ocurridos y el inminente asesinato a sangre fría institucionalmente ejecutado se añaden a la narración para dotarla de un dolor y una oscuridad que escalofrían e impregnan el ánimo de quien lo ve, hasta tiempo después de haberlo acabado.
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Perry es menudo, móvil, con una agitación de ardilla, más visible en el espacio hermético del locutorio donde responde a una entrevista, a través de una pantalla de plexiglás. Viste un mono de prisionero blanco y las paredes y los barrotes y la puerta con rejilla metálica del locutorio están pintadas de un blanco sucio de mugre y desconchones. Burkett es alto, serio, con una cabeza imponente, con ojos claros y lentos. Empezó a cumplir su condena con 19 años. Cuando recapacita que en el mejor de los casos podrá solicitar la libertad condicional dentro de cuarenta le cuesta hacer el cálculo de la edad que tendrá entonces. Cincuenta y nueve años, dice con incredulidad, mirando al vacío, abrumado por el peso de una duración inconcebible.
El interlocutor al que se dirigen permanece invisible para nosotros, aunque escuchamos su voz, que se expresa en un inglés muy correcto con acento alemán. Es la voz de Werner Herzog, que yo escuché en este mismo cine hace siete u ocho meses, en otro documental sobre las pinturas de la cueva de Chauvet, Cave of forgotten dreams. En él las linternas encendidas novelescamente sobre los cascos de espeleólogos alumbraban una oscuridad que se había mantenido intacta durante treinta mil años. El documental sobre Michael Perry y Jason Burkett y el torbellino de sangre que los dos desataron para robar un coche rojo se titula Into the abyss, y la negrura que explora es mucho más difícil de traspasar que la de una gruta prehistórica. La austeridad visual es máxima: una galería de personas que hablan mirando a la cámara o apartando los ojos de ella para romper en llanto o para quedarse ensimismadas; filmaciones de la policía tomadas en los lugares de los crímenes o en el lago en mitad de un bosque donde los asesinos arrojaron los cadáveres; paisajes de pobreza y desolación americanas tomados desde la ventanilla de un coche en marcha: gasolineras en ruinas, anuncios de iglesias apocalípticas junto a las carreteras, las redes de alambre espinoso de una prisión, viviendas en caravanas viejas rodeadas de basuras.
La sala de las ejecuciones por inyección letal es un cuarto de dimensiones mezquinas con las paredes pintadas de verde eléctrico. La camilla sobre la que se tiende al reo tiene dos extensiones laterales para poner los brazos. Atado por varias filas de correas el condenado extiende los brazos como en una crucifixión horizontal. La cortina verde se descorre y los testigos pueden ver la ejecución tan de cerca como si se celebrara en una salita familiar. El formulario en el que se certifica la muerte es una fotocopia de baja calidad. Cuando Michael Perry estaba a punto de perder el conocimiento la hija y hermana de dos de sus víctimas lo miraba a los ojos a través del cristal y vio que por la mejilla se le deslizaba una sola lágrima.