Paradojas, sarcasmos e ironías de la vida (5) La paradoja de Clinton

David Alhambra nos manda este extracto de Breve historia de la paradoja, de Roy Sorensen, un libro estupendo para mentes inquietas, como es su caso.

¿Soy demasiado benévolo con Clinton? Confieso haber tenido una experiencia que me ha inclinado a no cruzarme en su camino. Cuando Clinton fue elegido presidente en 1992, un periodista se enteró de que las fotografías oficiales del presidente debían tomarse antes de la ceremonia de investidura, antes de que le fuera tomado el juramento, es decir, mientras no era aún presidente. Se preguntó entonces si ésas eran en realidad fotografías del presidente. Telefoneó al jefe del departamento de filosofía de la Universidad de Nueva York, que era yo. Le dije al fotógrafo que no se preocupara por eso. Las fotografías de la ceremonia de investidura eran realmente fotografías del presidente Clinton.

Pensémoslo de la siguiente manera: no es necesario que una fotografía de Clinton sea una fotografía de la superficie completa de su cuerpo. Basta con que sea una parte representativa de su cuerpo. Lo mismo se aplica para sus partes temporales. Una fotografía de una etapa de Clinton es una fotografía de Clinton. Incluso una fotografía de cuando era un bebé es una fotografía del presidente Clinton. El periodista se animó ante la mención de partes temporales. Así que yo me crecí y cité los trabajos pioneros de Albert Einstein sobre el tiempo como cuarta dimensión. En este «universo bloque» Clinton es una continuidad espacio-temporal extendida desde su nacimiento hasta su muerte, lo mismo que la autopista de Long Island se extiende desde el extremo oeste de Long Island hasta su extremo este. El periodista me dio las gracias, y yo sentí que había cortado el problema de raíz.

Sin embargo, luego se puso en contacto conmigo un agente publicitario descontento. ¿Por qué el jefe del departamento de filosofía había llamado al presidente de Estados Unidos «continuidad espacio-temporal? Cuando obtuve un ejemplar del periódico, tuve el disgusto de enterarme de que se había atribuido a la comunidad filosófica el descubrimiento de un nuevo enigma sobre fotografías de ceremonias de investidura. Nosotros, herederos de la gloriosa tradición griega, pasábamos el día en debates sobre la Gran Cuestión de la Fotografía de Investidura (en apariencia, tomando un respiro en nuestra controversia habitual acerca de cuántos ángeles pueden bailar sobre la cabeza de un alfiler).

Wagensberg y los paisajes irreconciliables

David Alhambra nos manda esta cosita de Jorge Wagensberg, de su libro El gozo intelectual. No conocía yo a este señor. Está muy bien, va sobre los momentos de lucidez en que nuestra mente relaciona y comprende.

En el año 1983 viajé a Polonia para visitar la aldea donde nació mi padre. Simple curiosidad. En pocas ocasiones se había referido a su infancia, pero fueron las suficientes para que yo imaginara una aldea muy concreta: el puente desde donde mi padre adolescente y sus amigos se lanzaban al río, casas de madera, el molino del padre de la abuela, la oficina de correos próxima a la iglesia, los caminos enfangados que recorría mi abuelo para vender tejidos en contradicción con un paisaje polvoriento de escasa vegetación … Mi sorpresa fue mayúscula.

Todo era fiel a las palabras que había escuchado, pero nada era como yo lo había dibujado en mi imaginación. Ni siquiera era una aldea sino una ciudad y la verdad es que nadie dijo nunca que fuese una aldea. Algo parecido me ocurrió una vez empezando a leer una novela sin percatarme de que ya la había leído. Caí en la cuenta más allá de la página cuarenta, cuando ya era tarde para evitar un conflicto entre dos paisajes irreconciliables. Caer en la cuenta de que dos cosas en principio distintas son, finalmente, una misma cosa, es el fundamento del comprender y de un raro gozo intelectual.

Rayuela. Tizas

David Alhambra nos trae este hermoso fragmento de esa gran obra maestra de Cortázar, «Rayuela» publicada en 1963.

Una de las veces en que se encontraron en el barrio latino, Pola estaba mirando la vereda y medio mundo miraba la vereda. Hubo que pararse y contemplar a Napoleón de perfil, al lado una excelente reproducción de Chartres, y un poco más lejos una yegua con su potrilla en un campo verde. Los autores eran dos muchachos rubios y una chica indochina. La caja de tizas estaba llena de monedas de diez y veinte francos. De cuando en cuando uno de los artistas se agachaba para perfeccionar algún detalle, y era fácil advertir que en ese momento aumentaba el número de dádivas.

-Aplican el sistema Penélope, pero sin destejer antes -dijo Oliveira-. Esa señora, por ejemplo, no aflojó los cordones de la faltriquera, no, hasta que la pequeña Tsong Tsong se tiró al suelo para retocar a la rubia de ojos azules. El trabajo los emociona, es un hecho.

-¿Se llama Tsong Tsong? -preguntó Pola.

-Qué se yo. Tiene lindos tobillos.

-Tanto trabajo y esta noche vendrán los barrenderos y se acabó.

-Justamente ahí está lo bueno. De las tizas de colores como figura escatológica, tema de tesis. Si las barredoras municipales no acabaran con todo eso al amanecer, Tsong Tsong vendría en persona con un balde de agua. Sólo termina de veras lo que recomienza cada mañana. La gente echa monedas sin saber que la están estafando, porque en realidad estos cuadros no se han borrado nunca. Cambian de vereda o de color, pero ya están hechos en una mano, una caja de tizas, un astuto sistema de movimientos. En rigor, si uno de estos muchachos se pasara la mañana agitando los brazos al aire, merecería diez francos con el mismo derecho que cuando dibuja a Napoleón. Pero necesitamos pruebas. Ahí están. Échales veinte francos, no seas tacaña.

-Ya les di antes que llegaras.

-Admirable. En el fondo esas monedas las ponemos en las bocas de los muertos, el óbolo propicitario. Homenaje a lo efímero, a que esa catedral sea un simulacro de tiza que un chorro de agua se llevará en un segundo. La moneda está ahí, y la catedral renacerá mañana. Pagamos la inmortalidad, no la duración. No money, no cathedral. ¿Vos también sos de tiza?

Immanuel Kant. La duda y la oscuridad

David Alhambra nos manda un extracto de una biografía de Immanuel Kant escrito por Manfred Kuehn en la que éste nos cuenta el impacto que tuvieron las teorías filosóficas de Kant en la sociedad de su época.

Algunos de sus contemporáneos se sentían bastante inquietos. Acusaban a Kant de divulgar una filosofía peligrosa. Al igual que hubo gente en Königsberg que llegó a pensar que la filosofía de Kant había vuelto loco a un joven estudiante, hubo también filósofos en otras universidades que extraían conclusiones similares. Meiners escribió en el Prefacio de su Bosquejo de psicología de 1786:

«Todo el que haya tenido ocasión de observar la impresión que los escritos kantianos han dejado sobre los jóvenes podrá comprender la verdad de las observaciones que Beattie expresó con ocasión de similares experiencias: nada es más injurioso para el gusto y el buen juicio que las sutilezas de los antiguos y los nuevos metafísicos, que favorecen las disputas verbales y no producen más que duda y oscuridad. Estas distracciones agotan el poder del espíritu, cuya razón, amortiguando el amor del verdadero aprendizaje, aleja su atención de los intereses de la vida humana, como también de las obras de arte y de la naturaleza, que caldean el corazón y potencian la imaginación. Finalmente, trastocan los poderes del entendimiento, destrozan los buenos principios y envenenan la fuente de la felicidad humana.»

No podría negarse que había signos de que todo esto era cierto. En Jena, dos estudiantes llegaron a batirse en duelo porque uno de ellos había acusado al otro de no entender la Crítica, sosteniendo que necesitaría estudiarla durante treinta años antes de poder esperar entenderla, y luego otros treinta antes de poder comentarla.

El propio Kant estaba dominado por la pasión. Su imagen no era la del hombre predecible y regular que sus amigos presentarían más tarde.

Sans Adieu

David Alhambra nos manda un trocito de Vila-Matas. La próxima vez que nos pillen queriéndonos ir de una fiesta sin armar mucho alboroto, sin que nadie nos conmine prometiendo esta sí, la última copa, podremos decir yoesquesoymuchodelsansadieu y agitando un pañuelo de seda con un mohín barroquesque compondremos el mejor adiós posible.



Esto es un fragmento de Vila-Matas, del atractivo último volumen periodístico, Dietario Voluble (quizá, bueno, sólo realmente increible para vilamatianos como yo, con pequeñas piezas o microensayos de lo cotidiano y del paseo -que digamos- eterno de Robert Walser por la periferia de todos nosotros en esta pequeña ciudad que es esta esquina del Universo), un fragmento que trata sobre las despedidas, despedirse a la francesa y tal. Es ideal, compacto y se abre por sí mismo a la lectura. Un saludo.

El pasado día de San Esteban, caminando por la rue de Rome de París, me dediqué a imaginar que me encontraba en Barcelona y que, tratando de vencer el aplastante aburrimiento de tanta fiesta navideña sin tregua, me dedicaba a confeccionar un catálogo de las veces en mi vida que me había despedido a la francesa. A medida que iba imaginando esto, fui viendo que el catálogo se me hacía peligrosamente infinito, pues no paraba de recordar despedidas que podían inscribirse en la tradición del sans adieu (‘sin adiós’), que es la expresión francesa que en el lenguaje coloquial español del XVIII se acuñó en la forma despedirse a la francesa, aunque en este caso para reprobar a alguien que, sin despedida ni saludo alguno, se retirara de una reunión.

Dejé de confeccionar mi abrumador catálogo mental cuando, al llegar al Boulevard Haussmann, me concentré ya sólo exclusivamente en la expresión sans adieu, que tan de moda estuvo a lo largo del XVIII entre la gente de la alta sociedad de Francia cuando era costumbre retirarse sin despedirse del salón donde tenía lugar una velada, y hacerlo sin tan siquiera saludar a los anfitriones. Parece que llegó a tal extremo este hábito, que era considerado un rasgo de mala educación lo contrario, saludar en el momento de marcharse. A todo el mundo le parecía bien que uno, por ejemplo, mirara el reloj de la casa con signo de impaciencia y diera a entender que no tenía más remedio que irse, pero jamás se veía con buenos ojos que se le ocurriera saludar antes de ausentarse.

En realidad -acabé pensando- despedirse a la francesa debería seguir siendo considerada una forma muy elegante de partir, pues si no decimos ni una palabra de despedida seguramente eso se debe al inmenso agrado que nos produce la compañía con la que estamos y con la cual tenemos el propósito de volver: si nos vamos sin decir palabra es porque decir adiós significaría una muestra de desagrado y ruptura.

Cuando Timothy encontró a Otto

Nuestro prolífico colaborador, David Alhambra, nos trae en esta ocasión un magnífico pasaje en el que se recrea el encuentro en la lisérgica fase entre el gurú del LSD Timothy Leary y el director de cine Otto Preminger y cómo éste último aprovecha la nueva dimensión que el ácido le proporciona para redecorar su mente y su forma de crear. Y para poner el cierre un poco chusco a esta entrada incluímos un video de una unidad del ejército británico a los que se les proporcionó (eran los felices 50′) un chute de LSD en lugar del mítico bromuro. 



«El afán de destrucción. Probablemente es el impulso fundamental del hombre. Aniquilar la belleza. Luego tal vez distenderse para crear algo» Antoni Casas Ros

Hola, qué tal. El psicólogo Timothy Leary, uno de los grandes gurús de la droga de los sesenta, vivió durante unos años en una mansión en las afueras de Nueva York. Un día, Leary conoció a Otto Preminger. En la mansión, el psicólogo vivía entre campanitas y música relajante, iniciando a la gente en el consumo responsable del ácido lisérgico. Lo que Otto le proponía, sin embargo, era muy distinto. 

«Y por esas fechas quién podía presentarse en Millbrook sino Otto Preminger, en busca de información sobre el LSD para una película, Skidoo. Me hizo muchas preguntas sobre los efectos del ácido y yo me interesé por la realización de películas. Una semana después me acerqué a la lujosa casa de Otto en Manhattan, donde el astuto director me convenció de que le organizara una sesión. Para mí fue otra de esas experiencias que me cambiaron la vida: pasar tres años en una Arcadia romántica a la futurista sala de proyección blanca y cromo, plástica y fantástica de Otto, repleta de diales, luces, palancas y demás parafernalia de panel de control.
   
No había chimenea. ¡No había velas!

En cuanto nos subió el ácido, Otto se puso en acción como un poseso. Encendio la tele: ¡sacrilegio! Se suponía que uno debía ir hacia dentro, flotar corriente abajo por su acueducto cerebral, remar frente a los islotes de Langerhans, bordear la Cisura de Silvio y dar con calma en las orillas de sus lóbulos frontales cantando «Om, Sweet Om». Pero Otto, no. Su cabeza monda y reluciente se había convertido en una escafandra espacial y él volaba como un satélite de comunicaciones en órbita mientras marcaba y sintonizaba realidades en constante cambio, trastocando de manera intencionada foco y color.

Traté de encontrar un disco lento y repetitivo de Ravi Shankar que nos devolviera a la órbita interna. No hubo suerte. Su colección se limitaba a las bandas sonoras. Otto ya tenía otros dos equipos de televisión conectados. Contempló con jubilosa satisfacción una pantalla en la que parpadeaban patrones aleatorios de puntos. Entonces me di cuenta de que Otto me estaba demostrando algo importante. Como director de cine él asumía la tarea divina de inventar una realidad: él elegía la trama, la localización y los actores. Exteriorizaba su visión sobre celuloide y la comercializaba para que millones de seres humanos pudieran habitar su creación. Descubrí que los grandes forjadores del destino humano eran aquellos que habían aceptado ese papel y se habían atrevido a imponer su versión de la realidad a los demás. Todos los filósofos y creadores de mitos de éxito han sido capaces de convencer a los demás de que vivieran en los mundos nacidos de su pensamiento.
   
Ver el cerebro acelerado de Otto en acción me arrancó de la frase nostálgico-pastoril. En Millbrook habíamos vivido detenidos en un salto en el tiempo. Al evitar la tecnología nos habíamos acercado a la naturaleza y a las sabias zonas sensuales del cerebro, pero la tecnología electrónica de Otto podía ampliar el cerebro y liberarnos de lo muscular. Millbrook era un agradable pero repetitivo simulacro feudal. La siguiente fase de la evolución, al menos de la mía, iba a implicar la información y la comunicación. Decidí en el acto mudarme a Hollywood y aprender cómo se dirigían y producían realidades» 

(De la biografía de Leary, LSD; Flashbacks)


Vocabulario Fundamental. Droga (1) Alejandro Magno y el mal beber

David Alhambra nos habla sobre una de las sensaciones consustanciales a los humanos desde que a alguien se le ocurrió fermentar vides, como la de hacer una fiestuqui en casa y que se te vaya de las manos, los concurrentes hasta arriba de todo y tú guay, pero alguien o algo te toca los cojones y en ese momento supremo en que los vigilantes del raciocinio en tu cortex cerebral miran a otro lado, los sonidos y los sentidos se enturbian (y las nenas molan más), en ese momento te llevan 2342 años antes y tú eres Dios y estás conquistando el Imperio Persa y has empinado el ánfora más de la cuenta; así que aprovechas y en vez de sólo dar voces y romper una botella, pues te quemas una ciudad y acuchillas a un colega. Nos cuenta David:


Leo la vida de Alejandro Magno, Alejandro, cuyo inculto padre, Filipo, contrató a Aristóteles como tutor de su joven heredero y guerrero para que puliera sus suaves hombros. Alejandro, que en la campaña de Persia llevaba un ejemplar de «La Iliada» en una caja forrada de terciopelo y adoraba aquel libro. Pero también la lucha y el vino.

Llego a ese momento de su vida en el que Alejandro,tras una larga noche de juerga, borracho de vino (la peor borrachera posible, esas resacas no se olvidan) arrojó la primera tea que incendió Persepolis, capital del Imperio Persa (ya antiguo en la época de Alejandro). Quedó totalmente arrasada. Luego, cómo no,a la mañana siguiente – puede que aún ardiera la ciudad- tuvo remordimientos.

Pero en nada parecidos a los que sintió la tarde siguiente cuando en una discusión cada vez más subida de tono,Alejandro, sin afeitar y la cara roja por el vino, se puso de pie tambaleándose empuñó una espada y le atravesó el pecho a su amigo Cletus, que le había salvado la vida en Granico. Durante tres días, Alejandro lamentó su muerte. Lloró. Se negó a comer. «Se negó a atender sus necesidades corporales». Incluso realizó la promesa de dejar la bebida para siempre (he oído muchas veces esas promesas y las lamentaciones que acarrean).

No hace falta decir que se paralizó completamente la vida en el ejército mientras Alejandro se abandonaba a su dolor. Pero cuando pasaron esos tres días, el terrible calor empezaba a llevarse parte del cadáver de su amigo y le convencieron para que hiciera algo. Salió de su tienda, cogió el ejemplar de Homero, lo desató y empezó a pasar páginas. Finalmente,dio órdenes de que los ritos funerarios descritos para Patroclo se siguieran al pie de la letra: quería para Cletus la mejor despedida posible. ¿Y cuándo ardió la pira y empezó a correr el vino? Pues claro,¿qué te crees? Alejandro bebió hasta perder el sentido. Tuvieron que llevarle a su tienda. Tuvieron que levantarlo para meterlo en la cama.

Elogio del CO2

Uno de los colaboradores de nuestra sección de Literatura y gran «connoiseur» de libros, psicotropías y demás cosas de mucha risa, David Alhambra, la inaugura con un interesante extracto de «Cielo e Infierno», de Aldous Huxley.

Así, David nos cuenta:

La droga más elemental es quedarse sin aire (un hombre que asfixia a su pareja con una bolsa de plástico, niños que dan vueltas en el parque hasta marearse, mantras y sutras, etc; para saber de la asfixia celular, desde la muerte dulce hasta los camiones genocidas de la muerte, consulten la wikipedia).

Huxley nos lo explica más abajo.

«Merece mencionarse el anhídrido carbónico (…) Una mezcla -completamente no tóxica- de siete partes de oxígeno y tres de anhídrido carbónico produce en quienes la inhalan ciertos cambios físicos y psicológicos que han sido descritos minuciosamente por Meduna. Entre estos cambios, el más importante, en relación con lo que nos ocupa, es un notable acrecentamiento en nuestra capacidad para «ver cosas» cuando los ojos están cerrados. En algunos casos, sólo se ven remolinos de dibujos en colores. En otros, puede haber vivas evocaciones de experiencias pasadas (por eso tiene valor el CO2 como agente terapéutico). En otros casos, el anhídrido carbónico transporta al individuo al otro mundo, a las antípodas de la conciencia cotidiana. Entonces, se disfruta muy brevemente dde experiencias visionarias sin relación alguna con la propia historia personal o con los problemas de la raza humana en general.

A la luz de esos hechos, resulta fácil comprender la razón de los ejercicios de respiración yoga. Practicados sistemáticamente, esos ejercicios llevan, al cabo de un tiempo, a prolongadas suspensiones de la respiración. A su vez, estas largas suspensiones de la respiración llevan a una alta concentración de anhídrido carbónico en los pulmones y en la sangre y en este aumento en la concentración de CO2 disminuye la eficiencia del cerebro como válvula reductora y permite la entrada a la conciencia de experiencias, visionarias o místicas, del «más allá».

Gritar o cantar prolongada y continuamente puede producir resultados análogos, aunque menos marcados. A menos que estén ya muy bien adiestrados, los cantores tienden a expeler más aire del que inhalan. Consiguientemente, aumenta la concentración de anhídrido carbónico en el aire alveolar y en la sangre y, al disminuir así la eficiencia de la válvula reductora cerebral, se hace posible la experiencia visionaria. Tal es la razón de las interminables «vanas repeticiones» de la magia y la religión.

En el canto del curandero, del exorcista, del hechicero, en la interminable entonación de salmos o sutras por los monjes cristianos y budistas, en los gritos y alaridos, horas tras horas, de los protestantes revalistas, en todas las diversidades de creencias teológicas y convenciones estéticas, la intención psico-química-fisiológica permanece constante. Aumentar la concentración de CO2 en los pulmones y en la sangre y disminuir así la eficiencia de la válvula reductora del cerebro, hasta que de paso a material biológicamente inútil de la inteligencia libre, ha sido, en todos los tiempos, aunque los cantadores y farfulladores no lo supieron, el propósito real, la meta, de los hechizos, encantamientos, letanías, salmos y sutras.

«El corazón tiene sus razones», dice Pascal. Todavía más convincentes y difíciles de desentrañar son las razones de los pulmones, de la sangre y las enzimas, de las neuronas y las sinapsis. El camino a lo superconsciente pasa por lo subconsciente y el camino a lo subconsciente -por lo menos uno de los caminos- pasa por la química de las células individuales.»

Aldous Huxley, «Cielo e Infierno»