Estupor y Temblores (19) Alma, hija de la violencia

Un estremecedor documental de Miquel Dewever-Plana e Isabelle Fougère y dirigido por Ruben Korenfeld, de producción francesa y año 2012, nos permite conocer la historia de Alma, una joven guatemalteca que vivió cinco años con la mara 18, uno de las más violentas del país centroamericano, en el que más 20.000 jóvenes del país participaban de esta violencia organizada. En esos años de ‘clica’ y ‘homies’ fue cómplice de numerosos crímenes, un periodo de su vida que frente a la cámara denuncia y muestra la aflicción, la culpa y las heridas que aún sigue arrastrando. Para profundizar más en este documental RTVE ha creado un web doc que está también muy bien.
Documentos TV. «Alma, hija de la violencia»

Alma formó parte de una de las maras más violentas de Guatemala
En el documental Alma cuenta los crímenes que cometió y el precio de su salida

Alma es una joven de 26 años que se integró en una de las maras más violentas de Guatemala durante cinco años. Documentos TV estrena el galardonado documental en el que Alma cuenta su experiencia a cara descubierta; un infierno en primera persona: “Yo sabía desde el principio que las reglas eran matar, robar y extorsionar”, confiesa con una entereza escalofriante.

Pobreza, violencia y sentimiento de pertenencia a un grupo

Como ella, miles de chavales de la calle procedentes de familias desestructuradas y abandonados por todo lo que arrastra la pobreza, entran a formar parte de estas pandillas violentas. Se calcula que en Guatemala, más de 20.000 jóvenes participan en ellas. “En la calle buscaba amor, comprensión, alguien que me diera afecto», afirma Alma mientras llora amargamente. 

En Alma, hija de la violencia, la protagonista relata experiencias espeluznantes, como la paliza que le dieron sus compañeros para entrar en la pandilla y su primer encargo: matar a una chica. Extorsionó, robó, participó en varios asesinatos y fue utilizada de gancho para atrapar a las mujeres que después violaban sus compañeros. Todo, a cambio de valoración y de un sentimiento de pertenencia a un grupo. “En mi clica, encontré la familia que yo tanto buscaba”, dice Alma.

Su vida cambió radicalmente cuando se quedó embarazada y, a causa de una paliza que le propinó su pareja y compañero de mara, perdió a su hijo. Reflexionó sobre todo el dolor que había causado y quiso de alguna manera redimir su culpa, poniéndose delante de una cámara con el objetivo de persuadir a los más jóvenes de lo que las maras esconden y, en especial, de lo difícil que es salir de ellas indemne. Cuando Alma decidió cambiar de vida, sus compañeros la dejaron parapléjica.

Alma, el webdoc, también en RTVE.es

Alma, hija de la violencia se estrenó en Documentos TV el lunes 29 de septiembre a las 00:00 h. en La 2 de TVE. Y, por primera vez en la historia del programa, su emisión en televisión se simultaneó con el estreno del webdoc del mismo título; un documental interactivo que ha recibido los principales premios del mundo documental digital, entre ellos, el World Press Photo al mejor documental interactivo y los premios a la innovación de los festivales de Sheffield y Amsterdam.

La versión webdoc de Alma permite al usuario elegir entre la historia de la protagonista limpia de información o, por el contrario, sumergirse en su impactante relato, contextualizando cada uno de los datos que ella aporta.

Alma es una joven de 26 años que se integró en una de las maras más violentas de Guatemala durante cinco años. En el documental que estrena Documentos TV, Alma cuenta a cara descubierta los crímenes que cometió y cómo abandonar la mara casi le cuesta la vida. Por primera vez en la historia del programa, junto al reportaje para televisión se estrenará en RTVE.es un documental interactivo, que permite al usuario navegar por el relato de la protagonista.

Ciclo de cine clásico USA (9-10-11) Trilogía de ‘El Padrino’, de F.F. Coppola

Hoy es uno de esos días de los que te dices qué sueño cumplido es tener un blog, un espacio cibernético en el que poder reunir obras artísticas del calibre de la Trilogía de El Padrino. Para el Juez Roy Bean sus tres capítulos, también la por algunos denostada tercera parte, forman parte del corpus nuclear de su cinefilia. Con esta trilogía Coppola inventó una nueva mirada para el cine, ampliando los horizontes de una industria que pedía a gritos savia nueva. Por supuesto los tres filmes de ‘El Padrino’ fueron una influencia seminal a la hora de crear los nuevos Corleone del siglo XXI que son The Sopranos, la monumental obra de David Chase; el formato de serie televisiva permitía pasar de las 9 horas del clan de Don Vito a las 72 de los chicos malos de New Jersey, lo que dio la posibilidad de desarrollar las personalidades, las relaciones personales, los traumas íntimos, los problemas cotidianos y las fechorías de una familia mafiosa italoamericana, delatando asimismo la fascinación social por lo que ya se ha convertido en un icono de la cultura estadounidense.

Una trilogía sostenida por el genio de su director, unos guiones soberbios escritos por Mario Puzo (y Coppola) y unos repartos actorales magníficos entre los que destacan tres actores superlativos como son Marlon Brando, Robert de Niro y Al Pacino, todo ello para retratar la historia del clan Corleone desde sus origenes sicilianos, la llegada de un joven Vito Corleone a la isla de Ellis y la forja de su carrera mafiosa, desde la creación del clan en Estados Unidos a la muerte de Vito y su sustitución por su hijo Michael, del fraticidio que lo consolida como cabeza de la famiglia a su decadencia, acosado por la culpa y la búsqueda de la redención. Estas obras ya son Patrimonio de la Humanidad y como tal aquí las publicamos (gentileza del estupendo blog Cineteca Universal), por si las quieren volver a disfrutar, en calidad dvd y versión original subtitulada. La Trilogía de ‘The Godfather’, nada menos. 

El Padrino I (1972)



Años 40. Don Vito Corleone es el respetado y temido jefe de una de las cinco familias de la mafia de Nueva York. Tiene cuatro hijos: una chica, Connie, y tres varones: el impulsivo Sonny, el pusilánime Freddie, y Michael, que no quiere saber nada de los negocios de su padre. Cuando Corleone, siempre aconsejado por su consejero Tom Hagen, se niega a intervenir en el negocio de las drogas, el jefe de otra banda ordena su asesinato. Empieza entonces una violenta y cruenta guerra entre las familias mafiosas.


El Padrino II (1974)
Continuación de la saga de los Corleone con dos historias paralelas: Una, la elección, tras la muerte de Don Vito Corleone, de su hijo Michael comol cabeza de familia. Al tener que negociar con la mafia judía, pierde el apoyo de uno de sus hombres, Frankie Pentageli. Tras escapar por los pelos de un atentado, Michael trata de encontrar al culpable, siendo su mayor sospechoso Hyman Roth, el jefe de la mafia judía. En la segunda, se retratan los orígenes del patriarca, el ya fallecido Don Vito, primero en Sicilia y luego en Estados Unidos, cuando llega a New York a principios de siglo, donde rápidamente, se convirtió en uno de los cabecillas del barrio usando la violencia como medio para solucionar cualquier asunto. Solo al principio, logra levantar un verdadero imperio, origen de la fortuna de la familia Corleone.

El Padrino III (1990)


Estamos en 1979, y Michael Corleone ya es un hombre maduro, de cerca de 60 años, y enfermo. Ha vendido sus casinos y se ha convertido en una persona respetable, digna incluso de ser condecorada por la Iglesia a causa de sus obras filantrópicas – con las que trata de hacerse perdonar sus muchos pecados -. Sus hijos ya son mayores, y no le hacen demasiado caso (sobre todo el chico, que se empeña en ser cantante de ópera en lugar del abogado de la familia). Pero a Michael su pasado mafioso se niega a abandonarle definitivamente, y vuelve de nuevo punzante y doloroso, para recordarle que un Don no se retira hasta que elige a su sucesor. Y ya hay uno de su misma sangre que apunta maneras: Vincent, el hijo bastardo de su hermano Santino, dispuesto a todo por agradar a su medio tío. Mientras, en el Vaticano, la ambición comienza a mover la silla de San Pedro, y Michael volverá a colocarse, o mejor, a ser colocado, una vez más, en el ojo del huracán…

Estupor y Temblores (16) ‘The act of killing’, autorretrato indonesio del horror

«Esperaba asesinos y me encontré gente ordinaria a la que puedes querer y por la que te puedes preocupar» Joshua Oppenheimer

Hoy les ofrecemos el ejemplo más escalofriante de aquella célebre ‘banalidad del mal’ que acuñó Hannah Arendt (y de la que la Historia ha dado tanta casuística) de la mano de ‘The act of killing’, un documental profundamente perturbador que se desarrolla como una delirante representación bufa de la maldad, la crueldad y la ignorancia humanas.

Recordemos el momento histórico que quienes hacen el documental quieren recordar. Entre 1965 se pone en marcha en Indonesia un golpe de estado orquestado por la C.I.A. y ejecutado por el ala derecha del ejército para quitar del poder al general Sukarno, primer presidente indonesio tras la independencia en 1949 del antiguo poder colonial de los Países Bajos, para sustituirle por el general Suharto, que regiría manu militari el destino del país asiático durante más de tres décadas. La purga perpetrada por escuadrones reclutados y armados por el Ejército entre 1965 y 1966, borró del mapa político al partido (que por entonces, con tres millones de afilados, era el mayor de Indonesia) ejecutando al menos a medio millón de personas en Java, Sumatra y Bali, encarcelando a otro millón de personas e instaurando el terror entre los supervivientes y la minoría china.

Más de cuatro décadas después, aquellos asesinos de masas agrupados en la autodenominada «Juventud Pancasila», viven en la más absoluta impunidad y continúan intimidando y extorsionando a aquellos que sobrevivieron a las masacres y sus descendientes, sin sentir el más mínimo remordimiento por los crímenes, violaciones o torturas que cometieron. Es por ello que cuando el director norteamericano Joshua Oppenheimer con el alemán Werner Herzog como productor, pensaron hacer un documental sobre aquellos desconocidos y terribles hechos, decidieron que fuera la propia mirada de los asesinos la que contara lo que ocurrió, ofreciéndoles una cámara frente a la que recrean aquellos días de locura homicida. Y lo hacen a conciencia, mostrando toda su estúpida maldad, su mal gusto, su ignorancia, su cruel y patética humanidad, de las que conviene alejarse de vez en cuando, dejándonos llevar por una risa nerviosa que nos distancie de lo que estamos viendo. En fin, les dejamos con esta inquietante obra maestra del género documental, un surrealista y espeluznante autorretrato del mal que ha roto en Indonesia un largo silencio en torno a uno de los más oscuros capítulos de su historia.

http://vk.com/video_ext.php?oid=197564815&id=166590006&hash=e0331e6f2442af56&hd=1

‘The Act of Killing’, el terror visto por sí mismo

Agustín Alonso – RTVE 29.08.2013

En la breve introducción a The Act of Killing que su joven director, Joshua Oppenheimer, ofreció en el pasado festival SXSW antes de su proyección en el Alamo Drafthouse Cinema de Austin, lo más importante fue el permiso que concedió a los espectadores para reír cuando lo pidiese el cuerpo. Sin censuras. El aviso a navegantes puede que suene excéntrico, pero es una necesaria absolución preventiva para cada una de las muchas veces que no se puede refrenar la carcajada mientras se ve este documental sobre asesinos en masa en la Indonesia de los años 1960.

Con un estilo visual que podríamos considerar loquísima mezcla entre Quentin Tarantino, Pedro Almodóvar y Apichatpong Weerasethakul, y heredero de Werner Herzog -que produce la cinta-, Oppenheimer ha creado una magnífica obra documental que ha cosechado desde dicho estreno numerosos premios, incluyendo el Primer Premio y el Premio del Público de Documenta Madrid, y que aspira a ser el Searching for Sugar Man de esta temporada.

La premisa de la película es jugosa. En 1965, el gobierno indonesio del dictador Suharto llevó a cabo una persecución contra el comunismo que dejó un millón de muertos en el país asiático. Esas matanzas fueron perpetradas por mercenarios, por bandas de gánsteres sin inclinaciones ideológicas. En The Act of Killing, Oppenheimer pide a algunos de ellos, héroes en sus entornos cotidianos, que recreen escenas de esas ejecuciones para una película y graba el proceso de producción, a modo de making of.

Oppenheimer vivió en el país asiático y descubrió con sorpresa que uno de sus vecinos había llevado a cabo cientos de ejecuciones. Quería hacer un documental sobre el tema, pero se dio cuenta de que si quería hacerlo de una forma segura tendría que enfocarlo desde la mirada de los asesinos, sin contar con grupos de derechos humanos o supervivientes. Lo que de entrada suena brutal, macabro y salvaje deriva en un acercamiento al misterio del mal que en ocasiones parece un mockumentary por la extravagante ingenuidad de sus protagonistas y el juego entre realidad y ficción con el que se despliega la historia.

«Esperaba asesinos y me encontré gente ordinaria a la que puedes querer y por la que te puedes preocupar», explicaba Oppenheimer. Ordinarios como Anwar Kongo, el principal protagonista y motor de la historia. Se nos presenta al inicio del filme como un tipo dicharachero y normal, que cuenta lo que hizo sin convertirlo en una hazaña, pero con la candidez de quien siente que hacía lo que tenía que hacer.

Esa candidez que es crudeza a la hora de confesar la mecánica para asesinar -the act of killing-, la galería de personajes que acompaña al protagonista y que en ocasiones roza lo freak, y algunos toques de surrealismo en la puesta en escena de la historia que se rueda dentro de la historia, difuminan los contornos de la realidad y permiten que el espectador pueda distanciarse hasta la risa. Y, sin embargo, tras esa rara embriaguez el balance emocional es estupor y turbación.

El crimen lo define el vencedor

A medida que avanza está «especie de anticatársis» para Kongo vamos penetrando en ese misterio, el de «esa completa fantasía de un mundo dividido en malos y buenos, la moral «Star Wars», como etiqueta el cineasta tejano. «La verdad, lo que lamento… Nunca pensé que iba a parecer tan horrible», dice Kongo casi al final de la película, cuando Joshua le muestra el montaje de la recreación de la masacre en un pueblo indonesio que fue borrado del mapa. No era consciente del destino de ese viaje que comenzó tan ufano.


Uno de sus compadres en el crimen, casado y con dos hijas, al que convoca para grabar algunas escenas, es más consciente de lo que aquello puede suponer y se muestra remiso a rodar, critica que lo hagan, confiesa que no le da vueltas al tema y que eso le ha permitido dormir con la conciencia tranquila. «Lo que se considera crimen de guerra está definido por los vencedores», replica cuando la cámara le pregunta si no es consciente de que aquello que considera era un deber puede llevarle a La Haya. «Que me lleven», desafía.

Exterminar «de una manera más humana»

«Esto no es lo característico de la Pancasila Youth [juventud paramilitar al servicio del Estado], como si nos gustase beber sangre», justifica en el set de rodaje de la citada masacre el ministro de Juventud y Deporte, que ha acudido a apoyar el rodaje pero que parece también darse cuenta al verse desde fuera lo que están haciendo. «Debemos exterminar a los comunistas, pero debemos aniquilarlos de una manera más humana», dice con toda llaneza.

Gracias a The Act of Killing se habla por primera vez abiertamente en Indonesia de este crimen masivo, gracias a proyecciones clandestinas o reducidas, ya que la censura no permitiría la proyección de un documental cuyo rodaje fue convirtiéndose en algo cada vez más peligroso y en cuyos créditos hay varias decenas de miembros del equipo técnico que están acreditados como «anónimos». «Si queremos prevenir con seriedad que nos matemos unos a otros, tenemos que mirar a los motivos de la violencia frente a frente», defiende Oppenheimer. «¿He pecado… y todo esto vuelve ahora a mí? Espero que no», dice Kongo, cuyo personaje hubiera sido de imaginar por un guionista. «Sé que estaba equivocado, pero tenía que hacerlo».

No es este un acto de denuncia al uso (pero lo es, por muchas carcajadas que el espectáculo provoque, y prueba de ello es que los supervivientes de la matanza son los primeros que quieren distribuir la película en Indonesia). Es, sobre todo, «cómo un régimen de terror se imagina a sí mismo», en palabras del propio director.

Rusia, poder corrupto

Interesante documental británico del año 2011 que muestra cómo la Rusia de Putin (incluimos a su delfín Medvedev) que llegó al poder en 2000 se ha configurado como una democracia fallida y abducida por el totalitarismo de sus dirigentes, un estado corrupto e intervencionista que se ha visto fortalecido por el dinero proveniente del gas y el petróleo y que gobierna una sociedad semiadormecida y muy conservadora, nostálgica del orden y poder militar y político de la extinta U.R.S.S. En Rusia las empresas son intervenidas arbitrariamente y saqueadas, los homosexuales acosados y golpeados, los disidentes, ambientalistas y periodistas críticos con el poder son perseguidos, encarcelados o misteriosamente asesinados, muchas veces por medio de antiguos soldados que lucharon en las guerras de Chechenia y ahora actúan como comandos paramilitares en las filas de las mafias y los matones del poder, repitiendo en su propia casa las brutalidades que allí cometieron. 

Veinte años después de la caída de la Unión Soviética, los expertos alertan que, en la actualidad, unos índices de corrupción descontrolados y flagrantes se han enquistado en todos los niveles de la administración rusa. Realizado a partir de entrevistas con testigos de primera mano e impactantes casos criminales, este documental investiga qué hay de cierto en las denuncias que hablan de que cada año en este enorme país, 300 mil millones de dólares de los fondos públicos rusos son robados, sustraídos o malversados por funcionarios sin escrúpulos, que, a menudo, cuentan con la ayuda o la complicidad de antiguos oficiales del KGB. Este documental es un sincero y pormenorizado retrato de la infructuosa lucha que mantiene la sociedad rusa contra los escandalosos índices de corrupción que, año tras año, golpean a su administración en todos sus niveles.

Ciclo de cine europeo (21) ‘Gomorra’, de Matteo Garrone

«Cuenta con realismo y veracidad alarmantes la imposibilidad de escapar de ese imperio maléfico, de víctimas y verdugos intercambiables, del control que ejerce la Camorra en todos los aspectos de la existencia.» (Carlos Boyero: Diario El País) 
«Una cámara fría, desapasionada, neorrealista se cruza o encuentra con una hirviente historia de la mafia. (…) Lo interesante de ‘Gomorra’ no es su denuncia, sino su descripción (…)» (E. Rodríguez Marchante: Diario ABC) 
«Obra maestra (…) no hay concesiones al morbo o al sentimentalismo, ni siquiera búsqueda de redención: sólo hay realidad, una realidad angustiosa, demoledora y dolorosa (…)» (Alberto Luchini: Diario El Mundo)

Nominada al Globo de Oro 2008: Mejor película de habla no inglesa

Nominada a los Premio BAFTA 2008: Mejor película en habla no inglesa
Festival de Cannes 2008: Gran premio del Jurado

Premios del Cine Europeo: 5 premios, incluyendo mejor película, director, actor



Premios David di Donatello: 7 premios, incluyendo mejor película. 11               nominaciones

Nominada a Critics’ Choice Awards 2008: Mejor película de habla no inglesa

Poder, dinero y sangre: estos son los valores a los que los habitantes de las provincias de Nápoles y Caserta tienen que enfrentarse cada día. No hay elección; no tienen más remedio que obedecer las leyes de la Camorra. Sólo unos pocos afortunados pueden llevar una vida normal. Esta es la sinopsis de la película Gomorra, dirigida por el realizador italiano Matteo Garrone en 2008 adaptando la novela homónima del escritor Roberto Saviano (que también participó en el guión), flagrante denuncia del sempiterno estado de excepción que supone que desde hace décadas regiones enteras de Italia vivan sojuzgadas por las diversas mafias que las habitan y que le condenó a vivir escondido, probablemente para siempre. 

La Camorra que Saviano y Garrone describen de forma casi documental es  una mafia cutre y macarra, alejada del glamour que tantas veces ha descrito Hollywood, pero tan letal y opresora como aquella, con el trasfondo de la lucha de clanes, el tráfico de drogas y armas y la delirante acumulación y tráfico de basuras y productos tóxicos en Nápoles y toda la región de la Campania. Un excelente trabajo actoral y de dirección para un gran filme europeo con un diagnóstico desolador. No hay esperanza. No hay salida.

Vocabulario Fundamental. Asesinato (4) "Leo, sumo, resto, multiplico, divido y mato"

“La semana pasada estuve con un chico de 16 años de mi barrio. Estábamos sentados en la calle y él andaba como ansioso. Se movía, se tocaba mucho la pierna”.

—¿Qué le pasa a usted? —le dije.
— Que tengo ganas de matar —me contestó.
“Él mantenía el fierro [pistola] al pulmón, ahí cerquita. Entonces se levantó, se fue, oí pa-pa-pa. Volvió, se sentó y me dijo: ‘Ya me calmé’. Había matado a un pelao que no tenía nada que ver. Al primero que se encontró”.

Un reportaje del corresponsal de El País en Colombia Pablo de Llano nos introduce en el mundo de los sicarios de Medellín, jóvenes de vida breve y gatillo fácil, pistoleros del siglo XXI para los que asesinar es un acto sin importancia en una existencia vacía. Los chicos empiezan a manejar armas poco después de los 10 años de edad. Cuando entran en la adolescencia, mucho ya son pistoleros consumados y han cometido varios homicidios. Normalmente, las mafias proveen de pistolas, revólveres y rifles a los muchachos que usan para proteger su negocio en su inmensa mayoría procedentes de barrios pobres. Las opciones de progreso escolar o laboral son nimias, y muchos, al enrolarse en el crimen, no pueden salir de sus vecindarios, barrios enteros tomados por las mafias y separados por límites urbanos que allí se conocen como «fronteras invisibles». A pesar de los esfuerzos policiales y del ejército en la década de los 2000 la media de homicidios en Medellín ha sido de unos 2.000 muertos al año. Una cifra terrible pero más leve que a principios de los noventa, cuando caían hasta 4.000 en un año. Estremecedor.


«Seguiré hasta el fin. Mato o caigo»


Viaje por el mundo de los sicarios de Medellín, jóvenes de vida breve y gatillo fácil
Para los pistoleros del siglo XXI asesinar es un acto sin importancia en una existencia vacía


Aunque sabía que el muchacho llevaba encima un revólver, y que en el barrio tenía fama de duro, el padre Juan Carlos Velásquez no sintió miedo cuando se bajó del coche al llegar a su casa parroquial y lo vio venir hacia él en medio de la noche.
— Qué hay, brother — le dijo el chico.

“Pensé que venía a pedirme dinero para drogarse o para alicorarse”, recuerda Velásquez, un cura católico de 38 años con barba y melena negra rizada y brillante que lleva ocho años dedicado a intentar comprender y ayudar a los jóvenes sicarios de los barrios pobres de Medellín.


“Cuando se acercó, le dije de una manera muy seca: ‘Hombre, qué necesitás’. En vez de contestarme fuerte, se reblandeció y me dijo que era su cumpleaños, y que nadie lo había felicitado”.
El cura pensó que el chico lo quería enredar de alguna manera. “Y yo más duro me puse, porque estos muchachos son muy tramadores. Le dije otra vez: ‘Qué necesitás”.
—Padre, necesito un abrazo —le respondió el chico.
“Y yo solté el escudo que tenía y lo abracé. Él lloró unas lágrimas, me dio las gracias y se fue”. “Esa noche”, recuerda, “no pude dormir pensando en ello”.

Aquella madrugada de diciembre de 2009, el cura captó algo que no había comprendido en seis años de relación con los jóvenes de los combos —las pandillas que sirven de comandos de barrio para los capos de la ciudad—. “Allí mismo descodifiqué el conflicto”, afirma Velásquez en el comedor de su modesta casa parroquial, en la Comuna 5 de Medellín. “Yo creía que era un problema económico, pero la solución no es solo de dinero. Tiene que ver con la falta de afectos y con distintas formas de rechazo social. Ellos son seres humanos que merecen oportunidades, y las instituciones, llámense Iglesia, Gobierno o escuela, lo único que hacemos es vetarlos. A los chicos los echan de la casa, los echan de los colegios, y entonces su único refugio es la esquina, el combo, que les da un lugar para ser personas… Entre comillas”.

Una tarde de octubre, en un café de Medellín, un sicario retirado se dispone a contar sus años como asesino a sueldo mientras merienda un pastel de hojaldre y un refresco. Habla en voz baja y de vez en cuando echa una ojeada a su alrededor como si no se sintiera seguro. El joven ha pasado ya de los 20 años de edad, algo que no logran muchos de ellos. Esnifó su primera raya de cocaína a los 10 años. Con 12 cogió por primera vez un arma de fuego. Con 14 ya era miembro de una banda criminal. “Nos juntamos los de mi barrio, los típicos pelaos que en preescolar íbamos cogidos de la mano para la escuela, y montamos un combo de 80 personas”, explica. “Cuando uno cumple una edad y no estudia ni hace nada, las cuchas [las madres] le ven a uno el símbolo del peso en la cara, y le piden que aporte para la casa. Le dicen que es un mantenido, y eso cala. Yo estuve en ese punto: sin trabajo, con la familia presionando, que llegaba a casa y a mí no me ponían ni un plato de arroz, y me miraban mal si abría la nevera. Y aparece un tipo y le pone delante de usted un millón, dos, tres millones de pesos”.

Por lo que cuenta, de los 14 a los 16 años fue un asesino muy solicitado, aunque los detalles que ofrece son inverosímiles. No parece que exagere para presumir, o que esté contando mentiras, sino más bien que su niñez y su primera juventud fueron tan salvajes y lo arrasaron de tal manera que difícilmente puede recordar los datos exactos de aquel caos sin medida. “Cada semana hacía unas ocho vueltas [encargos diversos; no siempre asesinatos], y con eso me ganaba como 10 millones de pesos (4.200 euros). Viajaba en avión, tenía un apartamento, a todas las niñas que quería, mi moto, revólveres, un rifle, la coca… Mire que entre cuatro consumíamos 70 gramos diarios”.

— ¿Quiere decir siete gramos?
— No señor, 70.
— ¿Y cómo no se murieron?
— Uno sí murió de sobredosis, otro se quedó ciego, y a otro un día se le cayó algo blanco de la nariz. Pensó que era una roca de coca, pero era el tabique.

En España, un gramo de coca cuesta 60 euros en la calle. En las barriadas de Medellín cuesta 2 euros, y, sin embargo, por allí no se ven drogadictos decrépitos como, por ejemplo, los de los poblados del extrarradio de Madrid. El testimonio de este sicario retirado indica que esto no se debe a una mayor contención en el consumo, sino a la mera pobreza. Según explica, los jóvenes de ahora no encuentran de dónde sacar dinero, ya no para drogarse, sino para comer o vestirse. Incluso asesinar por encargo, que antes podía ser bastante lucrativo, se ha convertido en un oficio ruinoso. El antiguo asesino a sueldo, que mantiene contacto diario con ejecutores en activo, pone un par de ejemplos: “El otro día, un pelao me dijo que mató a alguien y le dieron 20.000 pesos [8,4 euros] por esa cabeza, y me consta que otros matan hasta por 5.000 [2,5 euros] y que luego usan la plata para comprarle unas arepas a su mamá”.

En Medellín, la oferta de asesinos excede la demanda de víctimas. Tanto, que los chicos más jóvenes llegan a matar gratis para intentar hacerse un hueco en el saturado mercado del crimen. El padre Velásquez asegura que ahora es tan difícil prosperar como sicario que muchos le juran que lo dejarían si pudiesen encontrar otro modo de sobrevivir. “Hay infinidad de jóvenes que quieren salirse de esto”, comenta. “No hace falta ni siquiera que lo veamos desde el punto de vista humano, sino desde el mero punto de vista comercial: hay una sobrecarga de combos y de sicarios”. En la cafetería, el asesino retirado que viajaba en avión dice lo mismo: “Uno sabe que ahora hay más pelaos que nunca metidos en las vueltas”.

En Medellín hay más de 5.000 sicarios distribuidos en unas 300 bandas por toda la ciudad. Y, sin embargo, el número de asesinatos no llega ni a la mitad que a principios de los noventa, en la época del capo Pablo Escobar, cuando había más de 4.000 muertos anuales. En 2011 hubo 1.648, casi 400 menos que en 2010. Aunque el índice de homicidios sigue siendo uno de los más altos de las ciudades grandes de Latinoamérica, la cifra se ha estabilizado en la última década en torno a los 2.000 muertos anuales.

Lo paradójico es que mientras el crimen se reduce, parece que aumenta la disponibilidad de chicos empobrecidos y desocupados dispuestos a asesinar para ganar un poco de dinero. Igual de desconcertante es que en tiempos de menos violencia la relación que tienen ellos con la muerte se deshumanice cada vez más. “Algunos ya matan por deporte”, comenta el exsicario, que siempre que hace una afirmación general, la ilustra luego con un horror particular.


“La semana pasada estuve con un chico de 16 años de mi barrio. Estábamos sentados en la calle y él andaba como ansioso. Se movía, se tocaba mucho la pierna”.
—¿Qué le pasa a usted? —le dije.
Que tengo ganas de matar —me contestó.
“Él mantenía el fierro [pistola] al pulmón, ahí cerquita. Entonces se levantó, se fue, oí pa-pa-pa. Volvió, se sentó y me dijo: ‘Ya me calmé’. Había matado a un pelao que no tenía nada que ver. Al primero que se encontró”.

Así es la vida en las comunas. Estos barrios pobres se construyeron sobre las laderas que rodean el centro de Medellín. Cuando se entra en la comuna, la carretera se empina, la calidad de las casas empeora según se sube. En las aceras, los vecinos charlan sentados en las puertas de las casas. Acabamos de traspasar la frontera de un sitio donde no suelen entrar forasteros y donde todo el mundo se conoce. A los lados de las calles principales, el tejido urbano se convierte en un laberinto de callejuelas y casuchas de ladrillo y chapa apretujadas. En ese escenario, dos sicarios hablan de esas extrañas ganas de matar. “Me picaba el dedo”, dice uno de ellos para explicar su pulsión por apretar el gatillo. Es un sicario en activo mayor de lo habitual, cercano a la treintena, y lo acompaña un adolescente callado que a veces sonríe. El chico tiene una actitud extraña, como una mezcla de timidez y suficiencia.

Si se les pregunta por la muerte, el menor no dice nada. El mayor se queda con cara de incomprensión, y al final responde: “Pues señor, eso es algo de lo que no se vuelve, y ya”.

El padre Velásquez sostiene que los chicos de las comunas entienden la vida en presente simple, sin más futuro que las próximas horas. “Tienen una idea muy simple de la existencia. Experimentan la muerte al día. Viven el hoy. Lo que se gana, se gasta en el día. Es como una expresión popular que hay por acá que dice: ‘Volador hecho [cohete lanzado], volador quemado’; o como el título de una canción de Juanes, La vida es un ratico”.


Eso, sin embargo, no significa que vivan a todo trapo, rodeados de las míticas riquezas del narcotráfico, sino que su vida corre rápidamente hacia una muerte inmediata, amarrados a la miseria y sin mejor camino que delinquir. El cura, que conoce sicarios de todas las edades y de todos los puntos de la ciudad, dice que por lo general son personas frustradas, perfectamente conscientes de que han nacido para morir en “la guerra”, como le llaman ellos a lo que las autoridades colombianas y los analistas definen como “el conflicto”.

Federico Ríos, el reportero colombiano que hizo las fotografías que ilustran este reportaje, habló durante meses con los chicos de las bandas para entender su mundo y ganarse su confianza. Le parecieron “serios, apagados, como amargados, ensimismados, sin chispa”. Según Ríos, su día a día consiste en hacer lo que les mandan mientras esperan el momento de que les den un balazo. En una de sus charlas con los sicarios, Ríos le preguntó a un pandillero de 16 años qué le gustaría ser en la vida. “Camellador de busero [ayudante de un conductor de autobús]. Ese es el sueño mío”, respondió el sicario.

Pero el chico, por lo que le dijo a Ríos, tiene claro que no llegará a eso, que su futuro es terminar su vida cumpliendo con sus obligaciones: “Hasta el fin”, dice, “hasta que me maten. O mato, o caigo”. Y lo resume con una idea vacía: “Como dice el dicho, el que muere queda así”.
Para los jóvenes sicarios de Medellín, matar o morir no tiene ningún significado, es un hecho sin más, algo que se hace o se padece por necesidad, una función técnica y un destino obligado. “Es la pérdida del concepto de lo humano”, reflexiona Carlos Ángel Arboleda, de 61 años, sacerdote y profesor de doctrina social de la Iglesia de la Universidad Pontificia de Medellín. Él recuerda que en los primeros tiempos del narco, en la década de los ochenta, los asesinos a sueldo eran adultos de raíz campesina y con un pensamiento católico tradicional —básico pero sólido— que les hacía sentir de otra forma lo que hacían. “El primer sicario tenía una religiosidad popular muy fuerte”, explica. “Era consciente de que matar era pecado, pero le valía para conseguir dinero para la casa y para sacar a la mamá de la pobreza”.

El padre Velásquez entiende que esa correa de transmisión de valores tradicionales se ha ido cortando por la descomposición de las familias humildes, causada en parte por la rápida incorporación de las mujeres al mercado laboral. Según Diego Herrera, miembro del Instituto Popular de Capacitación, una ONG local, en la ciudad se ha producido desde los años noventa una transformación industrial que ha convertido las fábricas tradicionales, de textiles y de alimentos, en nichos laborales de segunda clase para ciudadanos pobres y sin formación: en un 80% de los casos son mujeres, muchas de ellas madres solteras o adolescentes con hijos recién nacidos.


La Personería de Medellín, una oficina pública de defensa de los derechos civiles, alertó en un informe de 2011 de que las mujeres de las barriadas ganan entre uno y cinco euros a la jornada. El paro ronda el 12% en toda la ciudad, pero en algunos barrios pobres llega al 40%, y la mitad de los ciudadanos que aparecen en las estadísticas como trabajadores tiene un contrato informal, sin prestaciones sociales ni derecho a una pensión.

Mientras tanto, la economía formal prospera. Medellín es la ciudad colombiana mejor valorada internacionalmente como destino de negocios, según explica Max Yuri Gil, sociólogo de la Universidad de Antioquia, y tiene éxito como lugar de servicios, desde los turísticos hasta otros más singulares, como la cirugía estética. También es la ciudad colombiana en la que mayor cantidad de riqueza se concentra en un menor número de ciudadanos. Según datos de la Personería, en 2009 la ciudad tenía 2.400.000 habitantes, de los que 900.000 eran pobres, y unos 250.000, indigentes.

Un informe de 2011 de la Veeduría de Medellín, una organización civil, preguntaba por la causa de esta desigualdad social, y a continuación invitaba a la lectura de algunas frases de un manual de inversión publicado en 2006 por el propio Ayuntamiento de Medellín: “El salario mínimo en Colombia es uno de los más bajos de los países latinoamericanos (…). Colombia tiene uno de los regímenes laborales más flexibles de América Latina (…). Con una jornada laboral diurna extendida desde las 6 a. m. hasta las 10 p. m., el empleador puede contratar dos turnos sin necesidad de pagar horas extra (…). Modalidad de contratación de aprendices sin vinculación laboral con la empresa: el empleador no tiene obligación de pagar prestaciones sociales (…). Colombia presenta costes de despido sin justa causa considerablemente inferiores a países como México, Argentina, Guatemala y Brasil”.

Medellín evoluciona, pero no logra incorporar al desarrollo a la mayoría de sus ciudadanos. “Aquí la economía sube y la gente pasa cada vez más hambre”, dice el padre Velásquez.

En ese contexto, las mujeres han dejado de ser amas de casa y educadoras primarias, y sus hijos se han quedado solos, entre un hogar vacío y un ambiente callejero que los atrapa desde la infancia. “Los niños son educados por los combos”, afirma el profesor Arboleda. Es la misma idea que transmite Velásquez, que la función maternal de crianza ha sido suplantada por una socialización criminal. “Para los muchachos, pertenecer al grupo no es un trabajo, es una opción de vida”, dice el cura. “Encuentran el afecto y una identidad. Para ellos, el combo es un lugar en el mundo”.


En los años ochenta, durante el reinado de Pablo Escobar, por el contrario, el crimen era para los sicarios un puesto de trabajo, y su lugar en el mundo era la familia, la madre sobre todo. La religión era el esquema simbólico que amueblaba sus cabezas, un conjunto de creencias en el que la vida y la muerte adquirían un sentido trascendente. Entre el apego a la familia y la fe en el más allá, los soldados de la era de Escobar formaban parte de un mundo pobre pero estable, y esperaban de la vida algo más que un tiro en la sien. “Por entonces no tenían conciencia de vida corta”, dice el padre Velásquez. “Apenas empezaba el fenómeno del sicariato. Ellos entraban en eso con la idea de salirse luego con la plata suficiente para hacerse una casa, o comprarse una licencia de taxi, o montar cualquier otro negocio”.

Antes de que Medellín, la ciudad más católica de Colombia, se convirtiese en una ciudad latina moderna, los asesinos creían en Dios, y hasta pedían disculpas al cielo por lo que hacían en la tierra. “La confesión se consideraba un paliativo”, dice Velásquez. “El sacramento era una catarsis”.

En un municipio de las afueras había un templo que todos los martes se llenaba de gente, la iglesia de Sabaneta, donde se rendía culto a la Virgen María Auxiliadora, La Virgen de los sicarios, como la definió el escritor colombiano Fernando Vallejo en el título de su famosa novela sobre los asesinos de Medellín. Vista ahora, la obra parece un parteaguas de la cultura del sicariato: antes, la Virgen y la mamá, y después, nada.

El libro se publicó en 1993, cuando se iniciaba la transformación social y económica de la ciudad, el mismo año en que Escobar, a quien en las comunas aún llaman Don Pablo, murió en un tejado de Medellín tiroteado por la policía. Vallejo, que atendió a este diario por teléfono, recuerda que en aquel tiempo ya estaba “bajando la devoción”. Unos años después, el escritor volvió a pasar por la iglesia de Sabaneta y la encontró en decadencia.

Por entonces estaban naciendo los sicarios de hoy día, que por lo general ya no van a misa, ni se confiesan. Según el padre Velásquez, su vacío simbólico y sentimental se ahonda a medida que pasan la adolescencia y se afianzan en las estructuras criminales, que es cuando pierden cualquier resto de emoción infantil por pertenecer al mundo del crimen y asumen que solo les queda morir, que, en realidad, solo se merecen morir. “Uno los invita a ir a la misa y ellos mismos no se creen merecedores de la misericordia de Dios”, cuenta el cura. “Es una cosa triste. Te dicen: ‘Padre, yo ya no tengo salvación, yo estoy muy mal, a mí ya ni siquiera Dios me perdona”.

Cuando mueren, las familias de los muchachos de los combos prefieren enterrarlos rápido. Es más económico. Retiran su cadáver cuanto antes de la calle y lo llevan a un crematorio. Evitan así que la policía analice la escena del crimen y que los forenses escruten el cuerpo. Aquel sicario que celebró su cumpleaños en la calle, solo, esperando a medianoche al padre Velásquez para pedirle afecto, tampoco llegó a entrar nunca en su iglesia. Un año más tarde murió tiroteado. El sacerdote recuerda que nadie le hizo un funeral.

La voz de los sicarios

Vocabulario Fundamental. Basura y Vertederos (3) Nápoles, la ciudad de la basura

Nápoles, la ciudad de la basura

Tres mil toneladas de inmundicia inundan la capital de la Campania en una crisis que fractura a Italia

Eusebio Val – La Vanguardia 26/11/2010

Ni los poderosos tienen el recato de ocultar la vergüenza de Nápoles. A pocos metros de la sede del Gobierno regional de Campania, en la Via de Santa Lucia, se acumulan desde hace diez días los montones de basura sin recoger. El propietario de una ferretería se acerca a la pila de inmundicia y vierte sobre las bolsas, muchas de ellas reventadas, unos chorritos de un líquido. La escena es casi cómica. La desesperación le empuja a poner puertas al mar. «Es un desinfectante que se usaba en tiempos de la guerra –aclara el hombre–. Al menos combate un poco el hedor. El pescado putrefacto resulta insoportable».

Nápoles vuelve a sufrir una emergencia muy seria, parecida –y para algunos, aún peor– a la del 2008, en la recta final del gobierno de Romano Prodi. ¿Está enviando la Camorra una señal al actual Ejecutivo, que puede hallarse también en fase terminal? ¿Se trata de una respuesta a las recientes detenciones de importantes capos mafiosos?

El dueño de la ferretería, por si acaso –»esto está complicado», se excusa– no quiere dar su nombre. Pero la paciencia ciudadana se está agotando en un Nápoles invadido por unas tres mil toneladas de basura. «Suerte que no hace calor», repite la gente.

Para Italia, lo que está ocurriendo es una metáfora de la impotencia del Estado y de su incapacidad de ser eficaz, de las connivencias entre política y crimen organizado, de la fractura irrestañable que existe entre norte y sur. Todo eso en vísperas de las celebraciones del 150.º aniversario de la unidad italiana.

Uno de los hechos más inquietantes de la presente crisis en Nápoles y Campania es la falta de solidaridad de las regiones del norte. Véneto, Lombardía y Piamonte se han negado a acoger y procesar la basura, pese a la insistencia del Gobierno central para que contribuyan a aliviar el problema. La paradoja es que, durante años, el rico e industrializado norte ha enviado la basura –y residuos tóxicos– a Campania, gracias a la intermediación de las empresas de la Camorra.

Desde hace 20 años, Campania se ha convertido en el vertedero de Italia y de buena parte de Europa por lo que respecta a residuos tóxicos. En estas tierras han sido sepultados o vertidos en ríos, de manera absolutamente ilegal, fangos industriales, hidrocarburos, metales peligrosos, asbesto, arsénico, cartuchos de tinta de las impresoras, todo lo imaginable. Incluso han ido a parar aquí desechos de cementerios y el plomo de las viejas liras, la desaparecida moneda italiana. A veces, la Camorra, nunca saciada en su ambición criminal, ha revendido residuos tóxicos como fertilizantes a ingenuos agricultores. Los mafiosos, por pura avaricia, no han dudado en envenenar su propia tierra hasta extremos espeluznantes.

Roberto Saviano denunció al mundo, en su libro ‘Gomorra’, el triste destino de esa Campania envenenada por el descomunal negocio camorrista de los residuos tóxicos. Saviano lo volvió a hacer el pasado lunes en un programa de la RAI que vieron casi 10 millones de espectadores. Pero hay otros muchos protagonistas anónimos de esta lucha: fiscales de distrito, carabineros, policías, periodistas locales. Los habitantes en las zonas cercanas a vertederos e incineradoras están en pie de guerra porque no se fían de la basura que se envía y del proceso para destruirla o almacenarla. Hay una desconfianza total hacia los políticos.

Los estudios realizados en las zonas de Campania más envenenadas muestran que la incidencia de tumores es muy superior a la media nacional. No es sólo, pues, cuestión de hedor y de estética. En la basura les va la vida.