El avispero afgano (8) Regreso al pasado en Afganistán

Retomamos nuestra serie sobre Afganistán con el recuerdo de uno de los más grandes periodistas de nuestro país, Gervasio Sánchez, sobre su experiencia en el país asiático.  


Regreso al pasado en Afganistán


No cubrí la guerra de los ochenta en Afganistán porque entonces mi principal zona de trabajo era Centroamérica y sus conflictos accionados por la retórica de la Guerra Fría. Sí, en cambio, presté mucha atención a aquella guerra que empezó cuando estudiaba Primero de Periodismo. El primer recorte, que aún guardo, fue publicado por Mundo Diario, tiene fecha del 28 de diciembre de 1979 y se titula Golpe de Estado en Afganistán. Durante los tres meses siguientes almacené decenas de artículos con la intención de utilizarlos en un hipotético viaje al país asiático que me fascinaba. En noviembre de 1982 conocí en Egipto a un viajero canario que se encontraba en Kabul cuando se produjo la intervención soviética. Recuerdo que me contó con todo lujo de detalles cómo quedaron atrapados varios turistas en aquel país que parecía varado en la Edad Media.

Durante 16 años continúe guardando todo lo que caía en mis manos sobre Afganistán. Varias veces me planteé viajar a cubrir aquella guerra que protagonizaban combatientes islámicos y soldados soviéticos pertenecientes al segundo ejército más poderoso del mundo. Pero los planes siempre se frustraron unas veces por h y otras por b.

Cuando en 1996 empecé a trabajar sobre el impacto de las minas antipersonas contra los civiles el primer país que puse en la lista fue Afganistán. Todavía recuerdo las caras de los trabajadores franceses de Médicos sin Fronteras, en cuya casa de Kabul me alojé, cuando una tarde saqué decenas de carpetas llenas de recortes que el tiempo había amarillado.

Siempre he sido partidario de leer todo lo que sea posible antes de escribir una línea sobre un país que desconozco. Ese ideal se cumplió en la Kabul de agosto de 1996 sitiada por los talibanes y defendida por criminales de guerra que hoy siguen en el poder.

Empecé a preparar unas fichas con la intención de ordenar un caudal de información que me sobrepasaba. Había quedado con Heraldo de Aragón en que empezaría a mandar crónicas al poco de llegar, pero me di cuenta de que era una opción errónea. Conseguí hablar con la redacción un par de veces y les pedí paciencia.“Ni estando aquí soy capaz de entender la complejidad de este país”, les explicaba.

Una mujer mutilada por una mina en un hospital de Kabul. Fotografía de Gervasio Sánchez

Los talibanes bombardeaban la capital todos los días. Los muertos se acumulaban en los depósitos de cadáveres. La devastación era total. No creo que haya visto nunca una ciudad más destruida que la Kabul de 1996. La guerra civil entre grupos islámicos había convertido en ruinas una de las ciudades más bellas de Asia.

Después de tres semanas intensas empecé a escribir un serial, una práctica que ya ha desaparecido de los diarios (como también el periodismo de investigación). Heraldo de Aragón había utilizado este formato en Internacional en los años sesenta y setenta. Guardo como oro en paño un serial escrito por Vicente Talón sobre Colombia de once capítulos publicado en julio y agosto de 1965 que me sirvió hace pocos años para entender mucho mejor ese conflicto eterno.

Mi serial se titulaba la crisis afgana y fue publicado a finales de agosto de 1996. Además, las páginas del cuadernillo Hoy Domingo del 1 de septiembre se abría con un reportaje titulado Kabul, el dolor perpetuo. Pero no conseguí que otros medios se interesasen por mis reportajes. Tuve varias discusiones con los responsables de la SER. “No hay espacio para Afganistán”, me dijeron. Ni siquiera era posible hablar de la tragedia afgana en agosto cuando los políticos descansan del acoso a que nos someten a los ciudadanos.

Menos de un mes después de mi regreso a casa los talibanes ocuparon Kabul sin disparar un tiro. Empezaron a llamarme de todas partes para preguntarme mi opinión. Recuerdo a tertulianos hablando como expertos cuando a mí me había costado un viaje de un mes, miles de lecturas y decenas de entrevistas enterarme de lo mínimo para no hacer el ridículo a la hora de escribir. Siempre me ha impresionado la impostura de las personas que hablan de un tema sin conocerlo.

En junio de 1997 regresé otro mes a Afganistán. El totalitarismo asfixiaba a los afganos y las mujeres se habían convertidas en sombras fantasmales que eran apaleadas en las calles por adolescente imberbes porque se atrevían a salir solas de sus casas. No había compasión con las viudas que no podían ni trabajar ni mendigar. La delación se había convertido en parte inequívoca de la vida cotidiana regulada por el intransigente código talibán. Las fotografías estaban prohibidas. Había un solo corresponsal extranjero en todo el país que trabajaba para la agencia France Press.

Pongan ustedes la fecha 10 de septiembre de 2001 como tope e intenten buscar información sobre Afganistán en cualquier diario o google. Pueden retroceder más de una década hasta el 15 de febrero de 1989 cuando el último soldado ruso abandonó Afganistán y Estados Unidos se desinteresó por el país destrozado por la guerra y con el presente hipotecado. Apenas encontrarán información. Poco o casi nada sobre la guerra civil de los noventa. Poco o nada sobre el avance de los talibanes. Algo sobre la toma de Kabul. Silencio durante años. De nuevo noticia a partir de la destrucción de los budas de Bamiyan. Los políticos, los diplomáticos y los periodistas formaron una entente para enterrar a Afganistán bajo un manto de silencio.

Ahora pongan 11 de septiembre de 2001 y avancen un día, una semana, un mes, un año, una década. Millones de artículos y reportajes, centenares de libros. Todo periodista que quiera destacar tiene que asegurarse una estancia en Afganistán aunque sea de unos pocos días. Afganistán parece, a veces, una película de buenos y malos con actores principales extranjeros, algunos secundarios locales vinculados a los crímenes de guerra o el narcotráfico, la ONU incapaz de poner orden. ¿Y los afganos? Olvidados por todos, golpeados por todos, pisoteados por todos.

En octubre de 2001 realicé un viaje apasionante durante varios días por el noreste del país. Utilizamos carreteras inservibles que nos permitía avanzar cinco kilómetros a la hora. Una distancia de 250 kilómetros la conseguimos hacer en cuatro días. Un día en Joya-Bajoudin, en la misma casa donde mataron al comandante y criminal de guerra Ahmed Massoud dos días antes de los atentados de las Torres Gemelas, aposté una cena con mis compañeros de viaje. El acuerdo fue claro: invitaba yo si veíamos una sola mujer sin burka en la zona custodiada por la antitalibán Alianza del Norte. Antes les había intentando convencer de que los grupos antitalibanes eran tan intransigentes con las mujeres como los talibanes. No me creyeron pero gané la cena.

El avispero afgano (7) Muerte de una afgana

El escalofriante asesinato público de una mujer de 22 años en Afganistán acusada de adulterio vuelve a poner de relieve la brutalidad y el primitivismo de parte de esa sociedad, pero sobre todo lo poco que ha conseguido una década de ocupación occidental. Su difusión en vídeo coincidiendo con la Conferencia de Donantes de Tokio en el que se ha vinculado la futura ayuda al desarrollo de 13.000 millones de dólares a los avances en la gobernanza, la justicia y los derechos de la mujer, sólo le añade sarcasmo al asunto, sobre todo viendo cómo se han dilapidado en estos diez años cantidades ingentes de dinero intentando infructuosamente cambiar algunos de los medievalismos que siguen presentes en la sociedad afgana. De acuerdo con la ONG Oxfam, el 87% de las afganas declaran haber padecido violencia física, sexual o psicológica, o ser víctimas de un matrimonio forzado, aproximadamente el mismo porcentaje de mujeres que son analfabetas.

El avispero afgano (5) Propaganda y retaguardia talibán

Publicamos íntegros los estupendos reportajes «Allí donde los talibanes se funden» del reportero de La Vanguardia Jordi Joan Baños viajando por la retaguardia del poder talibán en la frontera afgano-paquistaní, donde los extremistas de ambos países se encuentran y «La batalla de la propaganda», de la periodista de El Mundo Mónica Bernabé, sobre las técnicas propagandísticas de los talibanes para intoxicar las cifras reales de esta guerra terrible que, aunque no pinta bien, hay que ganar. Y España ha de ayudar a hacerlo.


La batalla de la propaganda
Mónica Bernabé, desde Qalat (Afganistán)
4 de diciembre de 2009.- Kalashnikovs, lanzagranadas, motocicletas… Hasta ahí no hay nada extraño. Pero también una cámara de vídeo. Eso es lo que una veintena de talibán llevaba cuando fueron abatidos por las tropas de EEUU en Zabul, en el sur de Afganistán, a principios de noviembre. «Grabaron imágenes de nuestro campamento, de sus hombres preparándose para luchar, y de emboscadas contra convoyes en la autopista que une Kabul con Kandahar», explica el teniente norteamericano Christopher Goeke.

Los talibán se han convertido en expertos en propaganda. Así, si no pueden vencer en el campo de batalla, al menos ganan la guerra de las palabras. El periodista británico David McGee, que trabaja para la ISAF, pone un ejemplo: «El 19 de noviembre un terrorista suicida atacó un blindado estadounidense y mató a dos soldados en Zabul. En cambio, los talibán anunciaron que habían muerto 22 e hicieron correr el rumor en tan sólo dos horas. ¿Quién puede después luchar contra eso?»
Durante su régimen en los 90, los talibán prohibieron las fotos, la televisión e internet. Ahora, sin embargo, utilizan todo eso para difundir su mensaje, que no es otro que están ganando la guerra, y que los soldados extranjeros son una tropa de inmorales, dados al alcohol y al sexo.
En la provincia de Zabul, una de las más atrasadas del país, donde ni tan sólo llega la señal de televisión y sólo existe una emisora de radio, los talibán utilizan un sistema tan simple como llamar por teléfono a los periodistas locales. No es tan complicado. En toda la provincia sólo hay cinco, explica uno de ellos que prefiere mantener el anonimato. O si no, son los propios informadores los que, tras un ataque, contactan con los talibán, que tan sólo tienen que inventarse una cifra al azar sobre el número de muertos. Esa información después llega a Kabul y desde allí ya no hay quien la pare. «A los talibán hacer eso les lleva minutos, mientras la maquinaria de la OTAN necesita horas para hacer pública una nota de prensa», se queja McGee, que considera que la ISAF debería facilitar datos lo antes posible y después, en todo caso, corregirlos, si no son correctos.
Los talibán también usan el poder de la imagen en un país donde buena parte de la población es analfabeta. El teniente Goeke explica que, además de la cámara de vídeo, incautaron un DVD con imágenes de insurgentes disparando lanzagranadas y canciones patrióticas a favor de la guerra santa. «Los DVDs los producen en Pakistán. En Afganistán no hay capacidad», añade. Lo peor es que, según International Crisis Group, a muchos afganos les gusta escuchar esas canciones, estén o no a favor de los talibán, y algunos las tienen en sus teléfonos móviles.
Los integristas también editan revistas con profusión de fotos de ataques contra las tropas internacionales. Esas publicaciones son fáciles de encontrar en la provincia de Wardak, cerca de Kabul. Y disponen de una página web en diferentes idiomas, incluido inglés, con el nombre de Al Emarah (el emirato).
Para contrarrestar esa propaganda, la ISAF forma a periodistas afganos. También tiene una radio, Sado-e-Azadi (La voz de la libertad), que emite en el norte y oeste del país. Y un periódico bimensual, con el mismo nombre, escrito en dari, pashtún (lenguas oficiales) e inglés. McGee asegura que el periódico se utiliza mucho en las escuelas como herramienta educativa. En muchos mercados afganos, no obstante, se usa para envolver los kebabs pues su papel es grueso y resistente.


Allí donde los talibanes se funden

Viaje a la frontera entre Pakistán y Afganistán, epicentro de la desconfianza de Washington hacia Islamabad

Enviado especial Chaman 03/12/2009
«Welcome to Tijuana, tequila, sexo y marihuana», cantaba Manu Chao sobre la violenta frontera mexicana. Pero si en México hay chamanes, en Chaman hay talibanes. Bastantes como para llenar a rebosar, diariamente, varias decenas de camionetas de vuelta a la guerra afgana. El vocalista altermundista Manu Chao sólo podría aspirar aquí a un trago de té con leche o Coca-Cola. Por lo que respecta a las mujeres, quizá pudiera adivinar a alguna enjaulada dentro de una burka celeste.

Marihuana no falta, y lo que sobra es heroína. Hay bastante como para esclavizar al 90% de los yonquis del mundo. El caballo afgano cabalga libre por la carretera que va de Chaman a Quetta y de allí al puerto de Karachi.

El camino de Quetta a Chaman –125 kilómetros, tres horas– es un viaje alucinante a la retaguardia talibán. Una evidencia que a Pakistán le será más difícil negar desde que ayer Barack Obama aseverara: «No podemos tolerar un refugio para terroristas cuya ubicación es conocida y cuyas intenciones están claras».
Este páramo entre Quetta y Kandahar produce poco más que ladrillos para escuelas coránicas. Escuelas que, a su vez, han producido talibanes a mansalva: tres mil cada año. Es en estos campos de refugiados –cuya historia se remonta a la invasión de la URSS y continúa con la de EE.UU.– donde los talibanes empezaron hace quince años su camino.

Varios campos salpican la carretera. En lugares como Panjpiri, los talibanes se reagrupan, se entrenan, se adoctrinan y reciben órdenes. Muchos jerarcas talibanes viven en Chaman, como el ex viceministro de Prevención del Vicio y Promoción de la Virtud. O la mano derecha del mulá Omar, el mulá Brather, o el ex ministro del Interior mulá Abdul Razzaq, actual jefe de recaudación y reclutamiento.
Un auténtico cuartel de invierno desde el que lanzan las ofensivas contra EE.UU. bajo la discreta protección de la inteligencia pakistaní y al abrigo –hasta ahora– de los ataques de aviones no tripulados. Como contrapartida, las armas apenas se ven en este lado de la frontera. Ni las cometas. Pero abundan los partidos de fútbol en mitad del secarral.
No hay agua a menos de 300 metros de profundidad, y las cabras y camellos se disputan los rastrojos. Un paisaje lunar hecho a medida para la versión más desértica y rocosa del islam importada de Arabia. Una pobreza que no genera ni basura y una pureza de líneas que ya querría para su cine el iraní Abbas Kiarostami.

Ni rastro de agricultura. El dinero viene de otra parte. De la heroína o, en Karachi, de secuestros y atracos a bancos. Además de donaciones de hombres de negocios piadosos.
El ocre del paisaje va haciéndose más polvoriento y pálido a medida que nos acercamos a Afganistán. Se suceden casas de adobe, cementerios pobretones, furgonetas con cualquier bandera excepto la de Pakistán, camionetas repletas de talibanes de expresión ausente. Y motos, coches, taxis o autobuses, todos cargados de hombres en edad militar al límite de su capacidad, como obedeciendo a la rotación ordenada por un estado mayor. Mundo salwar kamiz. Un pantalón tejano o una camisa están aquí tan fuera de lugar como una chilaba en Santes Creus.
«Es una mala carretera», le digo al chófer, Jan, un viejo afgano de gran estatura que perdió a un hijo en la guerra y que me presta su turbante, a juego con mi barba de tres semanas. «Sí, es mala… Aquí mataron a unos americanos», replica. De vez en cuando, hay una tanqueta azul de policía y un agente a la deriva que se esfuerza en mirar hacia otro lado. En otros poblados, «la policía son los talibanes», dice Jan.
Pasamos por delante de una fortaleza que no llama demasiado la atención entre la arquitectura defensiva propia de la zona. «Saara talib» (totalmente talibán), exclama Jan. Luego aparece una espectacular mezquita en construcción. Y, en otro enclave, otro recinto amurallado con otra madrasa recién construida.

Un guardia hace un gesto para que paremos, pero, con otro gesto con la mano, el chófer lo rechaza y seguimos adelante. Está claro que la autoridad de la policía pakistaní está aquí por los suelos.
Pakistán, como las banderas de sus puestos policiales, se deshilacha junto a la frontera afgana. Y de Quetta para abajo, en el Beluchistán profundo, lo que hay es un roto. La doctrina militar pakistaní cree que Afganistán les da profundidad estratégica para aguantar una larga guerra con India. En realidad, aquí queda claro que es Pakistán quien da profundidad al movimiento talibán, al que nunca ha podido manipular a su antojo. Sin embargo, el ejército pakistaní guarda al mulá Omar en la nevera como una botella de champán gran reserva que desde ayer, con el calendario de retirada de Obama, tiene más claro cuándo podrá destapar. Quizá antes de 18 meses.

Llegamos a Chaman. Hay muchos niños, y uno, con un kalashnikov de juguete, se pasea serio por los puestos de granadas y kebabs. Aquí los afganos ya superan a los pakistaníes, aunque todos sean pastunes. Y los matrimonios de las últimas décadas han aumentado la interdependencia. Los afganos de a pie cruzan la frontera sin necesidad de pasaporte. No digamos los talibanes, a los que el cuerpo fronterizo pakistaní ha llegado a cubrir la retirada. La paradoja es que también muchos oficiales del ejército afgano viven en este lado.

Antes del anochecer hay que estar de vuelta en Quetta. Desde que el mulá Omar hizo un llamamiento a matar occidentales en su particular mensaje navideño (el Id al Adha musulmán), se ha instaurado el toque de queda para extranjeros desde las seis de la tarde. Porque si Chaman es Tijuana, Quetta es Ciudad Juárez.

El avispero afgano (4) Sólo queremos Islam

A mediados del pasado septiembre el periodista Gervasio Sánchez respondía las preguntas de los internautas en la lamentablemente extinta web Soitu sobre el futuro de Afganistán (país que conoce bien y al que ha estado viajando como periodista desde 1996) y las posibles fórmulas para que ese país ingobernable pudiera tener oportunidades de constituirse como un estado estable y democráticamente viable.

«Volver a empezar. Impedir que el corrupto de Karzai gobierne. Preparar una transición de dos años con un enviado especial de la ONU que sea respetado por las partes. E intentar que los talibanes participen en el proceso electoral. Multiplicar por tres las tropas extranjeras».
Testigo de excepción de los cambios allí acaecidos recuerda que nadie se quejó cuando los talibanes llegaron al poder e instauraron la paz en un país devastado. «La población prefiere el terror talibán a las bombas occidentales». Además el poder de facto sigue siendo talibán «y las autoridades tienen que aceptarlo para evitar la muerte», apostilla. Pero la población está agotada. «La mayoría de los afganos viven en la pobreza absoluta cobrando salarios miserables de dos dólares al día. No tienen ni para comer mínimamente». Pero la hartura del pueblo no viene solo de la pobreza en la que vive ni de la situación de las mujeres. «El afgano mayor de 30 años no sabe lo que es un país en paz. Muchos afganos han nacido y van a morir en plena guerra».
Apenas quince días después las nuevas elecciones que se iban a celebrarse el próximo 7 de noviembre por el fraude masivo de las anteriores han sido desconvocadas al retirarse el único candidato opositor a Karzai, Abdulá Abdulá. Eso ha provocado que el nefasto Karzai sea reelegido. Y Barack Obama aún no ha decidido si enviará no ya el triple de lo que aconsejaba Gervasio Sánchez sino siquiera más más soldados a luchar por una democracia afgana cada vez más utópica, mientras el resto de países involucrados en la misión de la ONU cada vez son más reticentes a mantener los suyos para luchar y morir en una guerra impopular en sus opiniones públicas.

O sea, el peor de los escenarios posibles, si esa es la democracia que les mostramos no es extraño que cobren más fuerza los que esperan sumergir definitivamente a Afganistán en una edad de oscuridad y fanatismo, los que no quieren ni globos de colores por las calles de Kabul ni cometas en su cielo, los que quieren sólo Islam.

Fotos: Big Picture

El avispero afgano (3) Un país hundido que decide su futuro

20 de agosto. Afganistán decide su futuro en unas urnas amenazadas de fraude y muerte. Desde Kabul y para Soitu, Gervasio Sánchez nos ofrece algunos datos representativos de la lamentable situación en que se haya el país afgano gobernado por el vergonzante Hamid Karzai mientras, para mantenerse en el poder, firma leyes terribles contra la mujer y se alía con lo peorcito de los señores de la guerra afganos.

Un país sumido en la corrupción generalizada, con una economía sostenida artificialmente por la ayuda internacional, sin infraestructuras sanitarias, industriales, agrícolas y ganaderas propias y de relevancia (salvo el opio, claro), con amplias capas de población que ven mediatizadas sus vidas por el fanatismo religioso, la escasez de alimentos, el analfabetismo y el trauma de la guerra perpetua.

Las estadísticas engordan el fraude

La vida del 20% de los niños se detiene antes de cumplir los cinco años de vidaEl 57% de las niñas se casan antes de cumplir los 16 años Cinco millones de niños y niñas no han ido nunca a la escuela.

KABUL (AFGANISTÁN).- Hablemos de estadísticas. La esperanza de vida en Afganistán es de 44 años. Sólo diez países de todo el mundo tienen peor porcentaje. Pero ninguno recibe tanta asistencia internacional. (…) Cada 28 minutos fallece una madre durante el embarazo o el parto. La mortalidad infantil es de 152 niños menores de un año por cada mil nacidos vivos. Sólo dos países en el mundo están en peores circunstancias. La vida del 20% de los niños se detiene antes de cumplir los cinco años de vida. Un millón de personas han quedado discapacitadas durante los últimos 30 años de guerra. Dos de cada tres afganos sufren trastornos mentales vinculados al impacto de la violencia.
Más datos recientes dados a conocer ayer por Intermon Oxfam. Más de 7,3 millones de personas están en riesgo de malnutrición, un tercio de la población. La situación está empeorando por culpa de los combates y muchas áreas del país son inaccesibles para los trabajadores humanitarios.
«El gobierno afgano desconoce el destino de un tercio del total de la ayuda al país», dice el informe. La maquinaria corrupta gubernamental simplemente se la ha zampado.
Más de la mitad de la ayuda internacional «está condicionada a la compra de bienes y servicios de los países donantes y más del 40% de los fondos recibidos vuelven a los países de origen a través de los beneficios de sus empresas presentes en el país». 6.000 millones de dólares desde 2001.
(…) Además, la mayor parte del poco dinero limpio que entra en este país se malgasta sin que beneficie a la población. La seguridad cuesta diariamente 100 millones de dólares a Estados Unidos. La comunidad internacional sólo se gasta siete millones de dólares al día en ayuda humanitaria.
(…) Pero sólo algunas mujeres pasan controles médicos durante sus embarazos. El resto se dedican a traer niños al mundo sin respirar desde edades muy tempranas. El 60% de los matrimonios son forzados y el 57% de las niñas se casan antes de cumplir los 16 años.
(…) Hace unos días el presidente Karzai sancionó una nueva ley para contentar a los sectores conservadores chiíes a cambio de su apoyo electoral. La ley permite a los maridos dejar de alimentar a sus esposas si se niegan a mantener relaciones sexuales. La mujer tendrá que pedir permiso a su marido si quiere trabajar. La custodia pertenecerá al padre y, en caso de fallecimiento, al abuelo. Los derechos de las madres pisoteados ante el silencio de los donantes.
Las estadísticas engordan el fraude de una intervención internacional descarrilada desde hace años. Convierten las elecciones presidenciales en un insulto a la democracia. Reduce al presidente Karzai y sus aliados en el parlamento a una cohorte de políticos sin escrúpulos. Los casos concretos se funden en la conciencia y fortalecen la sensación de que todo es una gran mentira vendida a la opinión pública occidental con el envoltorio más cínico y vergonzoso.

El avispero afgano (2) Afganistán: ¿una trampa histórica?

Ya en El avispero afgano (I) Morir en Afganistán reflejamos la gran controversia generada en Gran Bretaña por el goteo continuo de bajas en sus tropas en Afganistán, sobre todo a partir de la ofensiva desencadenada por las tropas aliadas y el ejército afgano para proteger unas elecciones en las que el país asiático se juega buena parte de su futuro y para destruir el poder talibán (y de los grupos afines a Al-Queda) que impera explícito e implícito en buena parte del territorio afgano.

Esta polémica, en la que se cuestiona abiertamente la participación en la guerra afgana de las tropas británicas, puede servir como ejemplo de lo que puede ocurrirle a cualquier otro país -desde Estados Unidos hasta a España- que participe de una u otra forma en aquel conflicto si esa guerra, tan feroz como compleja, se prolonga mucho tiempo más y las bajas siguen aumentando.
De todos es conocida la guerra que las tropas soviéticas libraron en Afganistán durante casi toda la década de los ochenta tras entrar en el país para apoyar al golpista y pro-soviético gobierno afgano contra los muyahidines de los poderosos señores de la guerra y los propios talibán, posteriormente financiados y equipados por Washington, muchos de los cuales ahora combate.

Esta guerra se convirtió en el Vietnam particular de toda una generación de jóvenes soviéticos, que quedaron conmocionados por la brutalidad aplicada por ambos bandos y por las más de 70000 bajas, (unos 26.000 muertos) y que concluyó con la retirada de las tropas soviéticas a principios de 1989, dejando tras de sí un gobierno títere que apenas duró tres años más hasta que en 1992 fue derrocado por las tropas rebeldes.Afganistán forma parte de un territorio, Asia Central, por el que transcurría la Ruta de la Seda y que es desde el siglo XIX una de las regiones más convulsas de la Tierra, escenario de numerosos conflictos de menor o mayor destrucción, de cruentos choques de religiones y de invasiones extranjeras, una región de montañosos paisajes, endebles fronteras y gentes acostumbradas a luchar  fanáticamente por su independencia, por su tribu o sus creencias religiosas.

Ya desde 1838 toda Asia Central fue escenario del llamado por los británicos Gran Juego (o por los rusos Torneo de las sombras), los movimientos estratégicos furtivos, las alianzas tribales con los feroces y combativos habitantes de la región, los enfrentamientos directos e indirectos de dos Imperios que movieron en Afganistán las piezas de su ajedrez estratégico por el dominio de toda la región.El Imperio Británico deseaba controlar Afganistán como un Estado tapón contra la expansión del Imperio ruso hacia Asia Central y su influencia en Persia (Irán) a fin de proteger sus propios intereses en India, que en esa época era la joya en la corona de un imperio que cubría todo un tercio del globo, siendo Afganistán el epicentro de estas destructivas fricciones entre gigantes que añadían más sufrimiento a una población civil siempre cogida entre dos fuegos, sumida una y otra vez en el retraso de su evolución como sociedad moderna por el oscurantismo religioso y los odios sembrados por las guerras.

Así pues, desde la redacción de Asuntos Internacionales y otras Turbulencias de «Vida y Tiempos…» les ofrecemos el interesante artículo «Afganistán ¿una trampa histórica?» de Huw Davies, doctor de Estudios de Defensa en el King’s College de Londres, sobre los errores históricos cometidos por los británicos en sus sucesivas incursiones y derrotas en Afganistán y que fue publicado el mes pasado en la web BBC Mundo.

Este artículo coincidía con el ta mencionado inquietante aumento de bajas en el ejército británico consecuencia, decíamos, de la ofensiva anglo-americana apoyada por el aún inexperto ejército afgano por todo el país (especialmente en la porosa frontera con Pakistán) para recuperar parte del poder y los territorios controlados por los talibán antes de la celebración de unas elecciones históricas y fuertemente mediatizadas por la amenaza integrista a los comicios. Con BBC Mundo y la tumultuosa historia de los británicos en Afganistán les dejamos.


La de las intervenciones británicas en Afganistán no es una historia fácil. Basta con repasar sus sonados fracasos en esta tierra de montañas, desiertos y valles fértiles para predecir una nueva derrota de los soldados del Viejo Continente.Pero, ¿está realmente escrito el destino de los británicos en esta parte del mundo? El historiador militar Huw Davies advierte en este artículo que no todo está perdido para ellos, aunque tendrán que aprender unas cuantas lecciones si no quieren quedar atrapados en su pasado.

Afganistán: ¿una trampa histórica?
Comparar las primeras tres guerras del Imperio Británico en Afganistán con el conflicto actual puede ser engañoso. Sin embargo, si se tienen en cuenta las experiencias militares del pasado, queda en evidencia que aún hay mucho que aprender de la historia de este país europeo en suelo afgano. Mucha gente sabe que los británicos han intentado subyugar a los afganos en tres ocasiones entre 1839 y 1919. También, que en todas ellas fallaron. Pero cuando se trata de analizar las estrategias militares y trazar paralelismos, hay que diferenciar entre lo general y lo específico.
Las razones que llevaron a Londres a aquellas primeras guerras son en cierto modo diferentes e incomparables con los motivos que se esgrimen ahora. Si se hacen comparaciones entre estos conflictos sin centrarse en los detalles no sería difícil concluir que los británicos tienen pocas posibilidades de triunfar en Afganistán.

Tres experiencias

La primera guerra anglo-afgana estalló cuando Reino Unido invadió Afganistán con la intención de acabar con la expansión de Rusia por Asia Central. Los británicos enviaron a 16.000 de sus hombres más fuertes a ocupar Kabul en el invierno de 1841. Sólo uno sobrevivió.
En 1878, Reino Unido volvió a invadir el país, prácticamente con el mismo objetivo que la vez anterior. A pesar de una terrible derrota en Maiwand, los atacantes tuvieron un éxito sorprendente en otros lugares. Al contrario de lo que ocurre hoy, los defensores no pudieron adaptar sus tácticas a los británicos. Sin embargo, estos fueron incapaces de dominar el país por vías militares o políticas, por lo que decidieron aislarlo de la diplomacia de la época.
Rebeldes contra leales

En 1939, las autoridades se dieron cuenta rápidamente de que la violencia no era necesariamente la solución: aislaron a los que desafiaban su poder y compraron el apoyo de los que podrían resultar leales.
El tercer conflicto nació de la declaración de independencia de Afganistán, que en 1919 se quiso librar del poder que el Imperio ejercía aún en sus ciudades. Sin embargo, Londres perdió el interés en este territorio. Tras el triunfo de la Revolución Bolchevique, Rusia ya no suponía una amenaza, pensaban, y los ingleses aún se recuperaban de los efectos de la Primera Guerra Mundial.
Por todo lo anterior se puede deducir que los británicos nunca tuvieron la capacidad militar ni la voluntad política de forjar una victoria en Afganistán. Pero eso es, claro está, una generalización.
Las cosas han cambiado mucho desde 1919. El ejército británico ha librado innumerables batallas en muchos otros lugares, de las que se han extraído valiosas lecciones, y los avances tecnológicos han dado a luz a análisis de inteligencia más fiables.

Dimensión cultural

Lo que realmente puede resultar útil es la comprensión de la cultura y tradición de los afganos de las experiencias militares. En campañas anteriores, los británicos se dieron cuenta de la importancia de conocer la cultura local. Así descubrían soluciones políticas, económicas y sociales a problemas que tenían una raíz violenta.
En 1839, su ejército tuvo que convencer a la población afgana para que aceptara al gobernador designado por Londres, el Shah Shuja. Las tensiones entre la tribu de este mandatario y la de los grupos rivales acabó en un desequilibrio de poder que desembocó en una violenta rebelión popular.
¿Cuál fue la reacción británica? Emplear violencia contra la violencia. Como sucede ahora, las autoridades se dieron cuenta rápidamente de que ésta no era necesariamente la solución: aislaron a los que desafiaban su poder y compraron el apoyo de los que podrían resultar leales. En aquella ocasión, el Imperio Británico aprendió el valor de la cultura en la guerra. Sin embargo, en 1841 esta solución parecía no estar en los planes de los altos mandos militares. A pesar de los esfuerzos de una minoría de oficiales y soldados, el método preferido siguió siendo la violencia.

El «frío y duro acero de la bayoneta» era la receta del Imperio para imponer su ley. ¿Y ahora? Al fin en la agenda militar británica hay espacio para entender la cultura de Afganistán y buscar soluciones que no impliquen necesariamente el uso de la fuerza.

Se están haciendo esfuerzos para incorporar el entendimiento cultural en todas las tareas militares, desde la lucha en el campo de batalla hasta la reconstrucción. Pero tras el fortalecimiento en los últimos meses del Talibán, quien parece comprometido con una visión extremista del Islam, será necesario -y también inevitable- el uso de la violencia. Ser conscientes de la dimensión cultural de esta guerra no garantizará necesariamente una victoria, pero ignorarla conducirá a los británicos a una derrota irremediable. La Historia lo ha demostrado.
Huw Davies es doctor de Estudios de Defensa en el King’s College de Londres e imparte clase en la Academia de Defensa del Reino Unido.

El avispero afgano (1) Morir en Afganistán

16/07/2009 Hace una semana morían, en 24 horas, ocho soldados británicos en Afganistán convirtiéndose en la jornada más sangrienta para las tropas de este país desde que comenzó la guerra en el país asiático, hace ya casi ocho años. La mayoría, por cierto, de esos muertos (y de muchas otras bajas de la coalición internacional) lo fueron por explosivos colocados en las carreteras, auténtica némesis para los soldados occidentales, tanto en Irak como en la guerra contra los talibán. No parece una cifra disparatada si tenemos en cuenta que sólo en el primer día de la batalla del Somme, en julio de 1916, el ejército británico sufrió más de 57.000 bajas, con casi 20.000 muertos, pero afortunadamente, desde entonces el precio de la vida de los soldados propios ha subido mucho, al menos en Occidente.

Al respecto de esta noticia y de la nueva estrategia a seguir en la guerra afgana, les ofrecemos el estupendo artículo de Carlos Mendo «Morir en Afganistán» publicado el día 16 de julio en El País. Francamente, como se expresa en este artículo y como ya hemos expuesto en alguna otra entrada de este blog, pensamos que en el país afgano nos la estamos jugando todos y algunos países europeos y de la OTAN, como sin ir más lejos España, deberían ayudar más al esfuerzo bélico de Estados Unidos y Gran Bretaña ya que, insistimos, del resultado de esta guerra va a depender mucha de la seguridad, no sólo del desdichado pueblo afgano sino también de todos los países amenazados por el terrorismo islamista radical, que son muchos y España uno de los que más.

Esta muy bien ir allí con lo justo para levantar algunas escuelas, adiestrar algunas tropas afganas y controlar con tibieza la zona que se nos ha asignado, pero señores, aquella es una guerra con mayúsculas y no se puede ir a en plan lapuntitanadamás. Porque tenemos aliados que es ahora cuando necesitan que les ayudemos y porque a los talibán y a los terroristas de Al Queda se la trae muy floja esa cosa tan bienintencionada como difusa de aliar civilizaciones. Si los primeros pueden volver a esclavizar a todo su país con su demente visión del mundo y la vida, lo harán, si los segundos pueden activar una célula terrorista en París, Londres o Madrid para causar una carnicería en un tren, también lo harán. Aunque sólo sea por eso, porque esta guerra no podemos, y a Occidente me refiero, permitirnos perderla, España debería mojarse de una vez. (Fotos: http://www.boston.com/bigpicture)

Carlos Mendo – Morir en Afganistán
Afganistán ha costado ya al Reino Unido más bajas mortales que Irak. Concretamente, hasta ayer, 184 muertos, cinco más que los registrados en los seis años de estancia británica en la antigua Mesopotamia. En porcentajes, las bajas británicas, con una presencia militar en el país de 9.000 hombres, son superiores a las sufridas por Estados Unidos, que han perdido 732 hombres de un total de 50.000 efectivos desplegados en Afganistán. No es de extrañar la conmoción que sacudió el país al anunciarse la pérdida de 15 nuevos soldados en los últimos 10 días. El primer ministro, Gordon Brown, acudió inmediatamente a la Cámara de los Comunes dar explicaciones. ¿Qué hizo la oposición, afortunadamente no compuesta por pacifistas selectivos como los que padecemos en España? Naturalmente, no criticar la guerra, ni la presencia militar británica en Afganistán, sino acusar al primer ministro laborista de «negligencia en el cumplimiento del deber» (palabras del líder conservador, David Cameron) por no suministrar a las tropas el equipo necesario para su seguridad, acusación a la que se sumó en términos parecidos el jefe de los liberales, Nick Clegg. Naturalmente, Brown negó las acusaciones y afirmó que los efectivos británicos estaban perfectamente equipados para desarrollar su labor. Mi compañero Walter Oppenheimer ya relató el martes el desarrollo de la sesión parlamentaria.
Lo que me interesa destacar de la intervención de Brown es una frase, que recoge el mensaje que los gobiernos de los 25 países integrados en la ISAF (acrónimo inglés de las fuerzas de la OTAN en Afganistán) deberían estar lanzando constantemente a sus ciudadanos y que no lo hacen., unos por falta de convicción en los fines de la misión y otros, por razones puramente electorales. Dijo Brown: El objetivo de nuestra presencia es «hacer de Gran Bretaña y del mundo un lugar más seguro».

Es precisamente ese concepto de seguridad en casa lo que debería mover a los países europeos a terminar con su actual cicatería en medios humanos y financieros y apoyar sin reservas los esfuerzos anglo-americanos para derrotar definitivamente a la insurgencia talibán. Afganistán queda geográficamente muy lejos. Pero un gobierno talibán en Kabul, con sus consecuencias en el vecino Pakistán y la reaparición física de Al Qaeda, daría alas al yihadismo para perpetrar nuevos atentados terroristas en Occidente. Así lo entendió el presidente Obama al rendir tributo a las recientes bajas británicas. «No podemos permitir que Afganistán o Pakistán se conviertan en un santuario desde donde Al Qaeda pueda volar con impunidad metros en Londres o edificios en Nueva York». Y trenes en Madrid, completaría yo. Porque a los españoles nos afecta muy directamente un eventual resurgimiento de Al Qaeda, que no sólo está escondida en las montañas de Bora Bora y en el Waziristán paquistaní. Su franquicia AQIM (Al Qaeda en el Magreb) está operando cada vez con más intensidad en el norte de Africa, desde Argelia a Mali y Mauritania. Y no hay que olvidar las amenazas del segundo de Osaba bin Laden, el egipcio Ayman Al Zauahiri, contra la presencia española en Ceuta y Melilla.
Como tampoco hay que olvidar que una cosa es el Obama de los discursos ciceronianos, que expresan una filosofía futura de paz y entendimiento mundiales, y otra, su defensa diaria de los intereses estratégicos de Estados Unidos, entre los que figura de forma primordial la victoria en Afganistán y la estabilización de Pakistán. Los aviones no tripulados del «pacifista» Obama bombardean a diario el Waziristán paquistaní y, por si su postura sobre la integridad de Georgia no hubiera quedado clara en su visita a Moscú, el martes un crucero estadounidense fondeó en aguas georgianas coincidiendo con la visita del presidente Dmitri Medvédev a una base rusa en el territorio secesionista de Osetia del Sur.

Si Europa no pone su casa en orden y no adopta una postura unificada de cooperación en Afganistán, Washington tomará nota y las aspiraciones europeas de influir en las futuras decisiones estratégicas de Estados Unidos serán nulas. Los líderes europeos deben saber que el problema afgano no tiene soluciones a corto plazo. Su solución es una cuestión de tenacidad y paciencia. Las elecciones presidenciales y provinciales del próximo mes son vitales par la futura estabilidad del país. Pero, aunque salgan bien, sólo supondrán el fin del principio. La reconciliación nacional es el objetivo final. Y ese objetivo se consigue asegurando un mínimo de seguridad a la población, imposible de conseguir sin una disuasoria presencia militar en todo el territorio y, principalmente, en los reductos rebeldes de Helmand y Kandahar al sur y este del país.