En ocasiones, para triunfar en la vida no hace falta ser un genio, ni tener una memoria prodigiosa, ni siquiera trabajar duro. A veces basta con tener carisma. Y esto fue lo que llevó a un ladrón de ganado de Siberia a dirigir el destino de una nación. Rasputín (ése era su mote, el depravado, no su nombre), se pasó toda su juventud de juerga en juerga, sin estudiar, viviendo de lo que robaba, hasta que al final le cazaron y, como castigo, le recluyeron en un monasterio. Allí, Rasputín vio la luz y comprendió que aquello era una señal, que la vida de los curas no estaba tan mal, así que decidió hacerse santo. Expandió el rumor de que se le había aparecido la Virgen y comenzó a hacerse pasar por místico. Se dejó una larga barba, se disfrazó de mesías y comenzó a recorrer el mundo expandiendo su fama de sanador.
Con su encanto personal lograba convencer a todo quisqui de cualquier cosa que quisiese. Viajó por el mundo, vivió de donaciones, aprendió esoterismo, teosofía (vamos, cosas útiles), visitó todos los prostíbulos del reino y dejó cuatro hijos reconocidos y otros muchos sin reconocer. Además se ganó la fama de profeta. Ésta es una de sus profecías sobre la contaminación:
«El aire que hoy desciende a nuestros pulmones para llevar la vida, llevará un día la muerte. Y llegará el día en que no habrá montaña ni colina; no habrá mar ni lago que no sean envueltos por el hálito fétido de la Muerte. Y todos los hombres respirarán la Muerte, y todos los hombres morirán a causa de los venenos suspendidos en el aire.»
Enseguida se dio cuenta de que aquel don que tenía de influir en los demás estaba muy desaprovechado, así que emprendió camino a la capital dispuesto a esperar su oportunidad. Al fin llegó: Alexis, único hijo de los zares sufría de hemofilia. Rasputín se presentó como un sanador que podía curar al joven. Le aplicó unas sesiones de pretendida hipnosis y, milagrosamente, el mozo comenzó a recuperarse. Le había tocado el premio gordo: se había ganado a los zares.
Comenzó por controlar los asuntos eclesiásticos hasta influir en todas y cada una de las decisiones políticas, como la aproximación a Alemania en la Primera Guerra Mundial. Los rumores de que Rasputín era un espía alemán, además de los nombramientos de altos cargos que regalaba a amigos incompetentes, comenzaron a cabrear al personal de la corte. Pero lo que más les mosqueaba eran sus fiestas.
Rasputín se había unido a una secta sadomasoquista que celebraban bestiales orgías los fines de semana. Entre semana iba a casas de citas, y día sí día no, regresaba borracho a casa. Los días de resaca le visitaban mujeres de la alta aristocracia en su domicilio, y de cuando en cuando se zumbaba a algún discípulo tiernecito (por cierto, un museo de San Petersburgo conserva el pene de Rasputín que alcanza los 28 centímetros y medio).
Bueno, el caso es que todos estaban hasta las pelotas del monje loco (así le llamaban), así que le acabaron asesinando. Pero no fue cosa fácil: mezclaron cianuro con su bebida, pero no murió, así que le acabaron disparando (bueno, cuenta su hija que parece ser que antes de dispararle le violaron). Tras los disparos, Rasputín se levantó, por lo que tuvieron que golpearle contundentemente en la cabeza. Por si no fuera poco, arrojaron su cuerpo al río, no sin antes cortarle el invento. La causa de su muerte fue ahogamiento. Para quedarse tranquilos, le incineraron, por si las moscas. Parece ser que los servicios secretos británicos tuvieron algo que ver en el asunto, aunque continúa sin haber una versión oficial.
Os dejo con una de las máximas de Rasputín, para que la disfrutéis: Se deben de cometer los pecados más atroces, porque Dios sentirá un mayor agrado al perdonar a los grandes pecadores.