Apuntes sobre Bob Dylan
«Mis canciones solían tratar sobre lo que sentía y veía. Mis otras canciones, como mínimo, trataban sobre la nada. Las más recientes tratan sobre la misma nada, sólo que vista desde dentro de algo más grande, que quizás se llame ninguna parte»
Si al ya algo talludito Juez Roy Bean le dieran a elegir vivir cinco años de la vida de alguien probablemente elegiría los años de Dylan desde su llegada a New York hasta el final de la gira europea de 1966 cuando tuvo un accidente de moto (!) cuyas circunstancias y consecuencias no fueron nunca del todo aclaradas, pero que cambiaría el rumbo de su carrera y su vida. En esos años publicó siete albumes y salvo el primero (que nos parece de tanteo), el resto fueron grandes éxitos le encumbraron como nuevo enfant terrible de la música americana. Y como instante supremo escogería el célebre momento del concierto en el «Free Trade Hall» en Manchester, cuando acabada la mitad folk del mismo, Dylan se dispone a interpretar con su banda la parte eléctrica del concierto y el estirado público inglés le muestra, como anteriores ocasiones, su hostilidad hacia esa vertiente de Dylan que no aceptaban, llamándole Judas y tal. Tras contestar llamando mentiroso a quien le había insultado, Dylan se dirige a su banda, y tras mascullar «Play it fucking loud!» se lanza a interpretar con rabia esa obra cumbre de la música de todos los tiempos que es ‘Like a rolling stone’, gritando al mundo que la era de la electricidad había llegado a su música para quedarse y aportar a su arte musical complejidad y rabia.
En el magnífico documental en dos partes que seguidamente les ofrecemos, ‘No direction home’, de Martin Scorsese (otro genio contemporáneo) Dylan en persona va desgranando sus recuerdos de adolescencia en su ciudad natal de Duluth, Minnessota y la falta de expectativas de todo tipo que allí se daban. Habla sobre sus influencias musicales que beben del viejo country de los cincuenta pero también del folk, del blues, el gospel y el rock’n’roll. El documental, estrenado en 2006, se centra precisamente en ese periodo efervescente, entre su benéfica llegada al Greenwich Village neoyorquino (meca cultural de la época de todo artista que tuviera algo que aportar) a principios de 1961 y sus difíciles comienzos tocando en los bares, hasta su accidente de moto e incluye también entrevistas con su ex-novia Suze Rotolo, Liam Clancy, Joan Baez (también pareja artística y sentimental suya durante un breve tiempo), el ya difunto Allen Ginsberg y otras figuras cercanas a Dylan en aquella época seminal.
Sin embargo, y a pesar de la veneración que pronto se le dispensaría, Dylan no quiso ser portavoz ni conciencia de su generación, un profeta o un referente político o social; Scorsese aporta las declaraciones de muchos de los que fueron amigos y compañeros de Bob Dylan, como Joan Baez, que deja claro lo difícil que era convivir con él, dado sus altibajos de euforia-depresión. Muchos, ella también, le reprocharon en aquel momento que después de escribir tantas canciones protesta durante los años de Martín Luther King y la defensa de los derechos civiles, etc, luego no quisiera comprometerse en las manifestaciones en contra de la Guerra del Vietnam ni encuadrarse políticamente en la llamada «izquierda» de su país.
Porque Dylan sólo se volcó con fanatismo en su música, rechazando las etiquetas y los compromisos convencionales de la militancia política de los que le preguntaban por qué ya no tocaba canciones protesta, ignorando que, como él decía, todas sus canciones eran canciones protesta. Se mantuvo como un hombre de pensamiento libre, celoso de su vida privada y su independencia existencial y artística, atreviéndose a evolucionar su música pese al inicial desconcierto y descontento del público, defraudando a propósito a muchos de sus adoradores. Todo esto lo recoge muy bien Scorsese, la desilusión que causó Dylan en los estadounidenses que le veneraban por sus canciones folk e imagen adolescente pero como expresa muy bien el cantante, ni podía ni quería volver a ser aquel chico de 18 años.
Hoy, con 73 años y tras más de medio siglo deleitándonos con su arte musical, Dylan sigue siendo un fulano hipercreativo de mirada torva y astuta, sigue saliendo de gira y sacando discos magníficos cada pocos años, lo que nos reconforta y nos indica que aún nos queda Bob para rato. No obstante, los dylanitas a veces no podemos evitar pensar que también a él le tiene que llegar su hora algún día y que ese momento puede no estar lejos (It’s not dark yet, but it’s getting there…), así que antes de que eso ocurra en este blog queremos homenajear a este artista excepcional con esta serie de entradas sobre sus tiempos, sus obras y sus influencias sobre multitud de artistas de todo tipo, desde músicos a escritores y cineastas, agradeciendo el inmenso goce que su legado musical y emocional ha proporcionado desde hace mucho tiempo al Juez Roy Bean.
De regreso a Estados Unidos, Dylan sufrirá un accidente de moto que le mantiene alejado de los escenarios durante ocho años, dedicados a la composición y a la familia (o al menos así lo cuenta la leyenda). En un momento dado de esta actuación —sin conceder siquiera el remate de la frase musical que en ese momento ejecuta enérgicamente el grupo—, un corte seco de imagen y de sonido nos transporta al silencio de un paisaje nevado. Un bosque helado que, en su abstracción, parece dibujado a mano, y que podría asociarse, sin dificultad, a aquel que en el interior de una bola de vidrio evocaba la infancia perdida de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941). La voz magnética de Bob Dylan comienza entonces a desgranar unas palabras: «El tiempo… Puedes hacer muchas cosas para que parezca que el tiempo se ha detenido, pero, por supuesto, nadie puede detenerlo». El cantautor no ignora que, con el cine, el tiempo ya ha dejado de ser lo que era; que el cine es lo más parecido a un dispositivo de la inmortalidad, capaz de revivir el momento pasado aunque sea de un modo ilusorio, pues lo único que recupera de él es un tenue reflejo sin consecuencias; la impronta precaria de uno de los lados de esa realidad, uno de los muchos posibles.
El reto de No Direction Home es, precisamente, instalarse en esa dimensión evocadora del cine y de la palabra, confiar en su poder para reconstruir una época —los años de 1941 a 1966 de la vida de Robert Zimmerman— desde la que los pasos recorridos esclarezcan el presente del mito.
El film de Martin Scorsese es una coproducción del canal de televisión público estadounidense PBS, la BBC británica y la NHK japonesa para la serie American Masters. La película se estrenó en septiembre en el Festival de Cine de Toronto, y para su emisión televisiva y su comercialización en DVD ese mismo mes se ha dividido en dos partes. El grueso del metraje está constituido por material de archivo de Dylan y su época —parte de él inédito como filmaciones que Pennebaker realizó en su gira europea de 1966— y por entrevistas a Bob Dylan y a personas cercanas a él en sus primeros años de carrera, realizadas con motivo de esta producción (1). Todos los testimonios fueron filmados en ausencia de Scorsese antes incluso de saberse quién iba a dirigir la película —alguno de ellos alejado en el tiempo, como la del poeta beat Allen Ginsberg, que intervino antes de su fallecimiento en 1997—. La entrevista a Dylan, poco aficionado a hablar ante las cámaras, fue realizada por su agente Jeff Rossen, que durante cuatro días de grabación conversó con él hasta acumular más de diez horas de confesiones.
Scorsese no es un advenedizo en el terreno de las películas sobre música popular. Durante sus primeros años en el cine, se dedicó al montaje de filmaciones de conciertos, como en Woodstock (1970) o Elvis On Tour (1972). Años más tarde, dirigió El último vals (The Last Waltz, 1978), film que recoge el concierto despedida de The Band (la agrupación de Bob Dylan) en San Francisco. Más recientemente, él ha sido el encargado de producir una serie sobre el blues en la que participaron además, como realizadores de sus diferentes episodios, Clint Eastwood, Wim Wenders o Charles Burnett. Parece ser que fue el propio Dylan quien, al ver la contribución de Scorsese a esta serie, sugirió su nombre como la persona idónea para acometer una película sobre él. Ambos artistas se admiran mutuamente desde hace años y el vínculo cinematográfico entre ellos se remonta más allá de la colaboración en El último vals, ya que fue Jonathan Taplin, antiguo manager de Dylan, el productor de la película que consolidaría profesionalmente al cineasta neoyorquino: Malas calles (Mean Streets, 1973). Asimismo, en los filmes en que no aborda directamente la temática musical, Scorsese siempre se ha mostrado partidario de apoyar buena parte del protagonismo dramático de sus historias en las canciones (es bien conocida su costumbre de acompañar con éxitos de la música popular el desarrollo de sus películas). De Eric Clapton y Rolling Stones en Malas calles a R.E.M. y 10.000 Maniacs en Al límite (Bringing Out the Dead, 1999), pasando por los vocalistas melódicos de los sesenta y setenta en Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990) y Casino (1995), la canción es menos la ilustración incidental de una acción que el anclaje sentimental de una época.
Emparentado necesariamente con el ilustre precedente de Don’t Look Back (1967), de D.A. Pennebaker, título clave del cine directo estadounidense que sigue los pasos de Dylan durante los mismos años que la de Scorsese, No Direction Home comprende un lapso mayor de tiempo en la carrera de Dylan y es resultado de una realización bien diferente. Conviene insistir —por tratarse de una circunstancia muy poco habitual para un director— en el hecho de que la intervención de Scorsese, en este caso, se limitó a la selección y a la organización del material filmado, siendo lo normal, como se sabe, que la capacidad de decisión del cineasta abarque tanto la puesta en escena de una filmación como la puesta en serie de lo filmado (algo más lo primero que lo segundo, desde luego, en el modo de producción generalizado en Estados Unidos). El ceñirse el trabajo del director al proceso de montaje, sin embargo, no ha parecido suponer una merma en su facultad para apropiarse de las imágenes e integrarlas en el flujo narrativo que acabe por darles cohesión.
Scorsese alterna con destreza los momentos de distensión —como esas tomas del grupo en el coche después de una noche de concierto, o la escena en que, delante de una tienda en Londres, Dylan comienza a recitar combinaciones posibles con las palabras escritas en la fachada— con las etapas de inflexión histórica en su carrera. En ambos casos, sin recurrir a una expresión demasiado enfática para describir el hecho —es modélico, por ejemplo, el modo en que se cita el asesinato de Kennedy en Dallas, obviando la famosa filmación de Abraham Zapruder en la que Oliver Stone fundamentó la construcción de su JFK: caso abierto (JFK, 1991), y dramatizándolo visualmente a partir de las reacciones de los testigos instantes después de los disparos, mientras escuchamos los acordes de A Hard Rain’s a-Gonna Fall.
Durante el metraje de la película, Scorsese vuelve una y otra vez sobre los conciertos en Inglaterra —y las reacciones a ellos— que la abren y cierran, por tratarse de un episodio dramático para la carrera de Dylan; la escisión entre la vocación íntima del folk y los sonidos del rock que ya había provocado los abucheos de sus seguidores en el Festival de Música folk de Newport, con amenazas de cortar los cables de las guitarras eléctricas incluidas. Es también un modo de volver sobre una preocupación temática que recorre gran parte de la filmografía de Scorsese: el conflicto entre el respeto a los códigos establecidos y la llegada de los nuevos tiempos. Y cómo el individuo supera ese enfrentamiento y termina abriéndose paso en la adversidad de una sociedad hostil. La actitud evasiva del cantautor de Minnesota con los medios de comunicación, en las ruedas de prensa, y su resistencia a politizar su voz en la antesala del 1968, responden a una extraña rebeldía de aquel que trata de salvaguardar la esencia de su trabajo como el más preciado tesoro. Dice Dylan: «Un artista deber tener cuidado de no llegar a ningún sitio donde piense que ya ha llegado… es preciso estar siempre en un estado de tránsito». Porque esa es también la historia que se cuenta en No Direction Home: la del imposible retorno a casa.
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