Vocabulario Fundamental. Asesinato (11) ‘Into the abyss’, de Werner Herzog


«En el caso de Into the Abyss siempre estuvo claro que el epicentro de las cosas era el crimen, un crimen que está más allá de mi comprensión. Me pareció muy aterrador, ya que era tan extraordinariamente absurdo, totalmente nihilista. Es por eso que me intrigó, quería saber qué había detrás de él: ¿Quiénes son los autores? ¿Quiénes son los supervivientes? ¿Quiénes son los detectives de los homicidios? ¿Qué aspecto tenía la la escena del crimen?» Werner Herzog

«(…) paisajes de pobreza y desolación americanas tomados desde la ventanilla de un coche en marcha: gasolineras en ruinas, anuncios de iglesias apocalípticas junto a las carreteras, las redes de alambre espinoso de una prisión, viviendas en caravanas viejas rodeadas de basuras.» Antonio Muñoz Molina


Hoy publicamos ‘Into the abyss’, un trabajo del documentalista y cineasta alemán Werner Herzog que reflexiona sobre la pena de muerte y la violencia en la sociedad estadounidense a través del caso de dos asesinos convictos, dos jóvenes blancos de clase baja, la llamada ‘white trash’. En octubre de 2001 en una deprimida zona rural de Texas Michael Perry y Jason Burkett, tras una noche de drogas y alcohol, entraron en una zona residencial de clase alta y mataron a tres personas para robar un coche que guardaban en su casa, un Chevrolet Camaro rojo. Tras el asesinato, Perry y Burkett condujeron durante tres días con el coche de un lado a otro, en una alocada huida que terminó en un tiroteo con la policía, su detención y su posterior encarcelamiento y juicio. Perry fue condenado a la pena de muerte y Burkett a cadena perpetua, aunque ellos siempre mantuvieron su inocencia a pesar de las pruebas en su contra. 

Herzog accede a las grabaciones del lugar de los crímenes y en sus entrevistas a los relacionados con el caso (los dos asesinos, sus familiares, los familiares de los muertos, el reverendo que va a escuchar a Perry antes de su ejecución, amigos, conocidos…) muestra los trastornos psicológicos evidentes en los múltiples damnificados por el mismo, retratando una sociedad perturbada por la miseria y la ignorancia, por la violencia explícita que permite el fácil acceso a toda clase de armas y la frustración de quienes quedan en los márgenes del sueño americano. Herzog, como europeo, intenta diseccionar esa cultura de muerte que es la de la pena capital, escrutándola desde todos los ángulos posibles. Los detalles de los crímenes ocurridos y el inminente asesinato a sangre fría institucionalmente ejecutado se añaden a la narración para dotarla de un dolor y una oscuridad que escalofrían e impregnan el ánimo de quien lo ve, hasta tiempo después de haberlo acabado.

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Lecciones de abismo


Este hombre joven, Michael Perry, que parece todavía más joven de lo que es y que tiene un flequillo tieso sobre la frente y mira con la intensidad impúdica de un niño, será ejecutado exactamente dentro de diez días. Las dos paletas prominentes exageran su sonrisa y su risa fácil y le dan un aire de caricatura de dibujos animados. Su palidez malsana es la de quien desde hace mucho tiempo no conoce otra luz que los neones punitivos de una galería de condenados a muerte. Tiene veintiocho años, pero podría tener quince o dieciséis, dieciocho como máximo: como si se hubiera quedado en la edad que tenía cuando una noche de pastillas y alcohol fue con un cómplice a robar un coche deportivo rojo que a los dos les gustaba mucho en el garaje de una casa en una zona residencial de Tejas y acabó asesinando a tres personas: la dueña de la casa y del coche, su hijo de dieciséis años, un amigo de su hijo. Al cabo de menos de tres días de ir atolondradamente de un lado a otro en el reluciente coche rojo, y después de un tiroteo y de una huida insensata sobre el asfalto de una zona de descanso para camiones de gran tonelaje, Perry y su cómplice, Jason Burkett, fueron detenidos. En ningún momento hubo dudas sobre la culpabilidad de ninguno de los dos. Perry fue condenado a muerte. Burkett a cadena perpetua.

Perry es menudo, móvil, con una agitación de ardilla, más visible en el espacio hermético del locutorio donde responde a una entrevista, a través de una pantalla de plexiglás. Viste un mono de prisionero blanco y las paredes y los barrotes y la puerta con rejilla metálica del locutorio están pintadas de un blanco sucio de mugre y desconchones. Burkett es alto, serio, con una cabeza imponente, con ojos claros y lentos. Empezó a cumplir su condena con 19 años. Cuando recapacita que en el mejor de los casos podrá solicitar la libertad condicional dentro de cuarenta le cuesta hacer el cálculo de la edad que tendrá entonces. Cincuenta y nueve años, dice con incredulidad, mirando al vacío, abrumado por el peso de una duración inconcebible.

El interlocutor al que se dirigen permanece invisible para nosotros, aunque escuchamos su voz, que se expresa en un inglés muy correcto con acento alemán. Es la voz de Werner Herzog, que yo escuché en este mismo cine hace siete u ocho meses, en otro documental sobre las pinturas de la cueva de Chauvet, Cave of forgotten dreams. En él las linternas encendidas novelescamente sobre los cascos de espeleólogos alumbraban una oscuridad que se había mantenido intacta durante treinta mil años. El documental sobre Michael Perry y Jason Burkett y el torbellino de sangre que los dos desataron para robar un coche rojo se titula Into the abyss, y la negrura que explora es mucho más difícil de traspasar que la de una gruta prehistórica. La austeridad visual es máxima: una galería de personas que hablan mirando a la cámara o apartando los ojos de ella para romper en llanto o para quedarse ensimismadas; filmaciones de la policía tomadas en los lugares de los crímenes o en el lago en mitad de un bosque donde los asesinos arrojaron los cadáveres; paisajes de pobreza y desolación americanas tomados desde la ventanilla de un coche en marcha: gasolineras en ruinas, anuncios de iglesias apocalípticas junto a las carreteras, las redes de alambre espinoso de una prisión, viviendas en caravanas viejas rodeadas de basuras.


Herzog mira y escucha. Hace preguntas cortas y educadas. El impacto del crimen provoca ondulaciones concéntricas de sufrimiento que nunca se extinguen, ni siquiera cuando uno de los asesinos ha sido ejecutado. La hija y hermana de dos de las víctimas pone sus fotos encima de la mesa para hablar de ellas, y los muertos, al cabo de solo diez años, ya tienen un aire tristísimo de anacronismo, en la melena teñida de la madre, en su sonrisa contra un fondo azul eléctrico; también en el corte de pelo del adolescente que se quedó congelado para siempre en una moda ya obsoleta. Pero para esta mujer que pone delante de la cámara las fotografías de los suyos el tiempo tampoco parece que haya pasado. Aún se niega a tener un teléfono en casa. No quiere que haya un teléfono para que así no exista la posibilidad de otra llamada que corte en seco la vida para anunciar una desgracia.

Los objetos resisten al tiempo con igual contumacia que los recuerdos. El detective que investigó los crímenes y detuvo a Perry y a Burkett señala en un depósito de la policía el Camaro rojo que lleva diez años aparcado allí, entre otros coches relacionados con delitos, coches viejos y estropeados por la intemperie, con cristales o faros rotos, con abollones, con agujeros de balas que se han ido oxidando. El coche rojo ya es una ruina. Lo tuvieron que cambiar de sitio porque un árbol que había echado raíz en una grieta del asfalto estaba creciendo en su interior, entre el desorden de las esquirlas de vidrio y los restos de botellas y recipientes de comida basura que nadie retiró después del tiroteo.

Nadie puede inventar estas cosas. Hay zonas de experiencia en las que la ficción no sabe o no puede aventurarse. No hay película de terror que dé más miedo que esas imágenes rodadas por la policía en el lugar del crimen con una tosquedad de vídeo doméstico, mal iluminado, con movimientos bruscos de cámara: en un salón de distinguido mal gusto todas las lámparas están encendidas y los anuncios y las imágenes de una película se suceden delante de un sofá en el que no hay nadie; el movimiento torpe de la cámara capta la sangre que salpica el dintel de una puerta, la pared, las molduras del techo, como cuando estalla una cafetera o una olla a presión mal cerrada; sobre el mostrador de mármol de una cocina hay una bandeja con pegotes de masa de galletas que alguien estaba a punto de poner en el horno cuando sonó el timbre de la puerta; junto a la bandeja está abierto un libro de recetas; en el suelo de cemento del garaje hay una zapatilla deportiva y un rastro de sangre; junto a cada pista la policía ha puesto pequeñas etiquetas numeradas.

La sala de las ejecuciones por inyección letal es un cuarto de dimensiones mezquinas con las paredes pintadas de verde eléctrico. La camilla sobre la que se tiende al reo tiene dos extensiones laterales para poner los brazos. Atado por varias filas de correas el condenado extiende los brazos como en una crucifixión horizontal. La cortina verde se descorre y los testigos pueden ver la ejecución tan de cerca como si se celebrara en una salita familiar. El formulario en el que se certifica la muerte es una fotocopia de baja calidad. Cuando Michael Perry estaba a punto de perder el conocimiento la hija y hermana de dos de sus víctimas lo miraba a los ojos a través del cristal y vio que por la mejilla se le deslizaba una sola lágrima.

Creación audiovisual en corto (31) ‘Lights out’, de David F. Sandberg

Estupendo cortometraje del cineasta sueco de David F. Sandberg publicado a finales de 2013 y que en apenas dos minutos de duración y menos de 1000 dólares de presupuesto juega con algunos de nuestros miedos primarios para ofrecernos un desasosegante corto que ya tiene millones de visitas y ganó el premio al Mejor Director en el festival de cortos de terror Bloody Cuts Who’s There?. 

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El infierno de Henri-Georges Clouzot

“L’Enfer d’Henri-Georges Clouzot” es un documental sobre la obra inconclusa del director de cine francés Henri-George Clouzot, «L’enfer» que intentó rodar en el año 1964. Clouzot -maestro del suspense francés que influyó incluso a Hitchcock- terminó por obsesionarse él mismo con la película. ‘L´enfer’, debía convertirse en una obra de vanguardia, fruto de la innovación visual de un genio y terminó siendo, efectivamente, un infierno. 

Para tratar de transmitir las imágenes que tenía en la cabeza sobre la obsesión y los celos que el personaje masculino siente por su esposa (interpretada por una bellísima Romy Schneider), Clouzot llegó a rodar algunos planos hasta 70 veces.

Extenuado por el rodaje, el actor principal, Serge Reggiani, abandonó el proyecto a las pocas semanas. Los miembros del equipo también fueron marchándose uno a uno. Finalmente, Clouzot sufrió un ataque al corazón y fue hospitalizado. La película nunca se terminó y el abundante metraje rodado permaneció en sus latas durante décadas.


En 2009 Ruxandra Medrea y Serge Bromberg realizaron un documental que recoge parte de las 15 horas de material rodado por Clouzot junto a entrevistas al equipo y algunos diálogos reconstruidos con actores. La película fue estrenada en el Festival de Cannes y ganó en 2010 el premio César al mejor documental francés. 

In Memoriam, el último de los Panero

«No creo en la bestia de la inspiración, yo cultivo el espanto como una ciencia»

«La locura existe, no así su curación. Al contrario de lo que se piensa, lo malo es el consciente, no el inconsciente. Como decía Rousseau, el hombre es bueno por naturaleza y es la sociedad la que lo vuelve monstruoso»

«Yo, que todo lo prostituí, aún puedo prostituir mi muerte y hacer de mi cadáver mi último poema»

«Ante todo era poeta. Vomitaba poesía. Era como su alimento natural, y eso hacía que no le prestara mucha importancia al lector, él escribía porque le nacía» 
Antonio Huerga, su editor. 

Murió a los 65 años Leopoldo María Panero, y según parece lo hizo en paz, más de la que pudo disfrutar en vida, que transcurrió en buena parte en establecimientos psiquiátricos como el de Las Palmas, donde ha fallecido. Sin ser muy conocedor de su obra, de la que reconozco apenas he leído algunos poemas -que sí muestran una alucinada lucidez, su oscuridad gestada en los insondables paisajes de una mente hiperestésica, distinta-,  sí recuerdo el impacto que me produjo hace años la visión de dos descarnados documentales (o docudramas) que mostraban el decadente, disfuncional e hipercreativo medioambiente en el que crecieron él y sus hermanos Juan Luis (muerto hace seis meses) y Michi, fallecido en 2004. El primero «El desencanto», de Jaime Chávarri realizado en 1976 y el segundo casi veinte años después «Después de tantos años», de Ricardo Franco. Ambos suponen un doble documento desolador, el sórdido ajuste de cuentas de una saga maldita y más allá de las probables melodramatismos o imposturas que siempre pueden existir en este tipo de obras, diseccionan a la perfección los demonios de la memoria y la genialidad, la tragedia del paso del tiempo y de las desintegraciones familiares. 

Descanse en paz el último de los Panero, Leopoldo María.
El laberinto Panero

FilmAffinity 9 de Mayo de 2008

A pesar de que Michi Panero ya murió hace unos años, en Después de tantos años dirigida por el también defenestrado Ricardo Franco; asistimos perplejos a la revelación de la absoluta decadencia de los personajes de El Desencanto: A un Leopoldo María cada vez más loco, a un Juan Luis cada vez más evasivo y a un Michi que se consume poco a poco, atreviéndose a rascar cada vez más en el interior de las miserias familiares de los Panero.

Si en El Desencanto eramos capaces de vislumbrar el interior de personajes como Felicidad Blanch, verdadero eje conductor de la película muy a pesar del fantasma del poeta Panero; y esbozar las ruinas personales de cuatro individuos; en Después de tantos años, a través de un Michi enfermo y envejecido encontrarmos una realidad más desolada. La que abre las puertas del final más absoluto. Para mi estas dos películas, más que un símbolo de la decadencia del franquismo, son una atrevida apuesta por explorar en los entresijos de las relaciones familiares, con la interesante, sin duda, elección de una familia burguesa intelectual del postfranquismo español venida a menos. Sus forma de hablar: Felicidad Blanch más que hablar recita, Leopoldo María representa una tragedia, Juan Luis declama al viejo estilo y Michi, simplemente,se descojona de todos. Su forma de abrir su intimidad a la cámara, su forma de interpretar personajes que llevan toda la vida ensayando, su elegancia y saber estar , incluso con muchas copas de más, es asombrosa.

En definitiva, a pesar de que esta segunda parte no tiene la frescura y naturalidad de la cinta de Chavarri, y hay un exceso de licencias visuales ajenas al relato y la banda sonora tampoco es demasiado adecuada; el dolor contenido de Michi es tan real y tan transparente su sinceridad que has de darle la razón: «Lo peor que se puede ser en la vida es un coñazo».
Además de verdad, Michi.

El desencanto (Jaime Chávarri, 1978)


El poeta Leopoldo Panero murió en 1962 en Astorga, su ciudad natal. Catorce años más tarde Felicidad Blanc, su viuda, y sus tres hijos evocan aquel caluroso día de agosto. Y a partir de ese recuerdo surgen otros que se van encadenando. Y a través de la palabra y del recorrido por habitaciones, objetos, calles y lugares perdidos, se desvela la historia de unos años y de unas personas unidas por vínculos familiares que en ningún momento huyen de la expresión de sus diferencias y de sus identidades.

Después de tantos años (Ricardo Franco, 1994)


Continuación de la película «El desencanto» (Jaime Chávarri, 1976). Los años han pasado para la familia Panero. Desaparecida Felicidad Blanc, la viuda y madre, ya sólo quedan los tres hijos del llamado «poeta del franquismo». Estos han seguido trayectorias vitales muy distintas pero que convergen en el olvido, la ruina y la desesperanza.

Vocabulario Fundamental. Miedo (6) ‘Habitación 237’, de Rodney Ascher

Nuestra anterior entrada sobre el miedo data de octubre de 2010 y celebraba los treinta años del estreno de El Resplandor (The Shining, 1980), una obra maestra del cine en general, del cine de terror en particular, que colgamos para ver online en versión original subtitulada. Este film puede tener más de 30 años de edad, pero que sigue inspirando el debate, la especulación y el misterio. De ahí ‘Room 237′, un documental estadounidense dirigido por Rodney Ascher que explora los significados ocultos de esta película y los relaciona con otras obras de KubrickRoom 237 tiene nueve segmentos, cada uno de los cuales se centra en diferentes elementos que podrían revelar pistas secretas que insinúan una temática de mayor escala. El documental fue exhibido en la sección Directors’ Fortnight del Festival de Cannes 2012 y en el Festival de Cine de Sundance

«Al igual que ‘El Resplandor’ y su laberinto dentro de un laberinto, la película del Sr. Ascher es una especie de laberinto. Descubrir tu camino a través de su recopilación de ideas chifladas y vagamente lúcidas resulta un placer» Manohla Dargis: The New York Times

‘Room 237’ concuerda perfectamente con ‘El Resplandor’, ya que, incluso más que ‘El resplandor’ misma, te coloca justo dentro de la lógica de cómo piensa un loco» Owen Gleiberman: Entertainment Weekly
«‘Room 237’ captura la verdadera naturaleza de ver, diseccionar y hablar sobre películas a la enésima potencia y eso resulta contagioso (…) Ian Freer: Empire
«Bellamente producida e igualmente entretenida, la película de Ascher es un caramelito para los Kubrickianos y para críticos profesionales y no profesionales» Rob Nelson: Variety
«Esta película única e inolvidable de Ascher es un homenaje al amor por el cine. No podría haberme gustado más (…)» Peter Travers: Rolling Stone
«Loca, obscura y de quedarse con la boca abierta, todo ello en la misma medida, se trata de una inmersión de primera dentro de la madriguera del mundo de Kubrick del que, para algunos, evidentemente no hay retorno» Todd McCarthy: The Hollywood Reporter
«Tal vez son correctas. O incorrectas. No se pueden resolver. Lo que importa es que la gente sigue loca por la belleza de una hermosa película sobre volverse loco» Mary F. Pols: Time

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Estupor y Temblores (16) ‘The act of killing’, autorretrato indonesio del horror

«Esperaba asesinos y me encontré gente ordinaria a la que puedes querer y por la que te puedes preocupar» Joshua Oppenheimer

Hoy les ofrecemos el ejemplo más escalofriante de aquella célebre ‘banalidad del mal’ que acuñó Hannah Arendt (y de la que la Historia ha dado tanta casuística) de la mano de ‘The act of killing’, un documental profundamente perturbador que se desarrolla como una delirante representación bufa de la maldad, la crueldad y la ignorancia humanas.

Recordemos el momento histórico que quienes hacen el documental quieren recordar. Entre 1965 se pone en marcha en Indonesia un golpe de estado orquestado por la C.I.A. y ejecutado por el ala derecha del ejército para quitar del poder al general Sukarno, primer presidente indonesio tras la independencia en 1949 del antiguo poder colonial de los Países Bajos, para sustituirle por el general Suharto, que regiría manu militari el destino del país asiático durante más de tres décadas. La purga perpetrada por escuadrones reclutados y armados por el Ejército entre 1965 y 1966, borró del mapa político al partido (que por entonces, con tres millones de afilados, era el mayor de Indonesia) ejecutando al menos a medio millón de personas en Java, Sumatra y Bali, encarcelando a otro millón de personas e instaurando el terror entre los supervivientes y la minoría china.

Más de cuatro décadas después, aquellos asesinos de masas agrupados en la autodenominada «Juventud Pancasila», viven en la más absoluta impunidad y continúan intimidando y extorsionando a aquellos que sobrevivieron a las masacres y sus descendientes, sin sentir el más mínimo remordimiento por los crímenes, violaciones o torturas que cometieron. Es por ello que cuando el director norteamericano Joshua Oppenheimer con el alemán Werner Herzog como productor, pensaron hacer un documental sobre aquellos desconocidos y terribles hechos, decidieron que fuera la propia mirada de los asesinos la que contara lo que ocurrió, ofreciéndoles una cámara frente a la que recrean aquellos días de locura homicida. Y lo hacen a conciencia, mostrando toda su estúpida maldad, su mal gusto, su ignorancia, su cruel y patética humanidad, de las que conviene alejarse de vez en cuando, dejándonos llevar por una risa nerviosa que nos distancie de lo que estamos viendo. En fin, les dejamos con esta inquietante obra maestra del género documental, un surrealista y espeluznante autorretrato del mal que ha roto en Indonesia un largo silencio en torno a uno de los más oscuros capítulos de su historia.

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‘The Act of Killing’, el terror visto por sí mismo

Agustín Alonso – RTVE 29.08.2013

En la breve introducción a The Act of Killing que su joven director, Joshua Oppenheimer, ofreció en el pasado festival SXSW antes de su proyección en el Alamo Drafthouse Cinema de Austin, lo más importante fue el permiso que concedió a los espectadores para reír cuando lo pidiese el cuerpo. Sin censuras. El aviso a navegantes puede que suene excéntrico, pero es una necesaria absolución preventiva para cada una de las muchas veces que no se puede refrenar la carcajada mientras se ve este documental sobre asesinos en masa en la Indonesia de los años 1960.

Con un estilo visual que podríamos considerar loquísima mezcla entre Quentin Tarantino, Pedro Almodóvar y Apichatpong Weerasethakul, y heredero de Werner Herzog -que produce la cinta-, Oppenheimer ha creado una magnífica obra documental que ha cosechado desde dicho estreno numerosos premios, incluyendo el Primer Premio y el Premio del Público de Documenta Madrid, y que aspira a ser el Searching for Sugar Man de esta temporada.

La premisa de la película es jugosa. En 1965, el gobierno indonesio del dictador Suharto llevó a cabo una persecución contra el comunismo que dejó un millón de muertos en el país asiático. Esas matanzas fueron perpetradas por mercenarios, por bandas de gánsteres sin inclinaciones ideológicas. En The Act of Killing, Oppenheimer pide a algunos de ellos, héroes en sus entornos cotidianos, que recreen escenas de esas ejecuciones para una película y graba el proceso de producción, a modo de making of.

Oppenheimer vivió en el país asiático y descubrió con sorpresa que uno de sus vecinos había llevado a cabo cientos de ejecuciones. Quería hacer un documental sobre el tema, pero se dio cuenta de que si quería hacerlo de una forma segura tendría que enfocarlo desde la mirada de los asesinos, sin contar con grupos de derechos humanos o supervivientes. Lo que de entrada suena brutal, macabro y salvaje deriva en un acercamiento al misterio del mal que en ocasiones parece un mockumentary por la extravagante ingenuidad de sus protagonistas y el juego entre realidad y ficción con el que se despliega la historia.

«Esperaba asesinos y me encontré gente ordinaria a la que puedes querer y por la que te puedes preocupar», explicaba Oppenheimer. Ordinarios como Anwar Kongo, el principal protagonista y motor de la historia. Se nos presenta al inicio del filme como un tipo dicharachero y normal, que cuenta lo que hizo sin convertirlo en una hazaña, pero con la candidez de quien siente que hacía lo que tenía que hacer.

Esa candidez que es crudeza a la hora de confesar la mecánica para asesinar -the act of killing-, la galería de personajes que acompaña al protagonista y que en ocasiones roza lo freak, y algunos toques de surrealismo en la puesta en escena de la historia que se rueda dentro de la historia, difuminan los contornos de la realidad y permiten que el espectador pueda distanciarse hasta la risa. Y, sin embargo, tras esa rara embriaguez el balance emocional es estupor y turbación.

El crimen lo define el vencedor

A medida que avanza está «especie de anticatársis» para Kongo vamos penetrando en ese misterio, el de «esa completa fantasía de un mundo dividido en malos y buenos, la moral «Star Wars», como etiqueta el cineasta tejano. «La verdad, lo que lamento… Nunca pensé que iba a parecer tan horrible», dice Kongo casi al final de la película, cuando Joshua le muestra el montaje de la recreación de la masacre en un pueblo indonesio que fue borrado del mapa. No era consciente del destino de ese viaje que comenzó tan ufano.


Uno de sus compadres en el crimen, casado y con dos hijas, al que convoca para grabar algunas escenas, es más consciente de lo que aquello puede suponer y se muestra remiso a rodar, critica que lo hagan, confiesa que no le da vueltas al tema y que eso le ha permitido dormir con la conciencia tranquila. «Lo que se considera crimen de guerra está definido por los vencedores», replica cuando la cámara le pregunta si no es consciente de que aquello que considera era un deber puede llevarle a La Haya. «Que me lleven», desafía.

Exterminar «de una manera más humana»

«Esto no es lo característico de la Pancasila Youth [juventud paramilitar al servicio del Estado], como si nos gustase beber sangre», justifica en el set de rodaje de la citada masacre el ministro de Juventud y Deporte, que ha acudido a apoyar el rodaje pero que parece también darse cuenta al verse desde fuera lo que están haciendo. «Debemos exterminar a los comunistas, pero debemos aniquilarlos de una manera más humana», dice con toda llaneza.

Gracias a The Act of Killing se habla por primera vez abiertamente en Indonesia de este crimen masivo, gracias a proyecciones clandestinas o reducidas, ya que la censura no permitiría la proyección de un documental cuyo rodaje fue convirtiéndose en algo cada vez más peligroso y en cuyos créditos hay varias decenas de miembros del equipo técnico que están acreditados como «anónimos». «Si queremos prevenir con seriedad que nos matemos unos a otros, tenemos que mirar a los motivos de la violencia frente a frente», defiende Oppenheimer. «¿He pecado… y todo esto vuelve ahora a mí? Espero que no», dice Kongo, cuyo personaje hubiera sido de imaginar por un guionista. «Sé que estaba equivocado, pero tenía que hacerlo».

No es este un acto de denuncia al uso (pero lo es, por muchas carcajadas que el espectáculo provoque, y prueba de ello es que los supervivientes de la matanza son los primeros que quieren distribuir la película en Indonesia). Es, sobre todo, «cómo un régimen de terror se imagina a sí mismo», en palabras del propio director.

Vocabulario Fundamental. Demencia (9) El anacoreta y el psicótico

El anacoreta y el psicótico

¿Qué es la locura? El concepto de enfermedad mental es demasiado acomodaticio y nos excusa de preguntarnos sobre su verdadero sentido. De esa manera, elimina la responsabilidad del sujeto.


Jean Renoir tiene 56 años cuando rueda El río, la más conmovedora de sus películas. Lleva años viviendo en Estados Unidos, país al que llega huyendo del fascismo, y donde encuentra desde el principio grandes dificultades para dirigir. El río, basada en una novela autobiográfica de Rummer Godden, una gran especialista en narraciones juveniles, la rueda en la India. Destacan en ella la perfecta mezcla de realismo y romanticismo, la verdad de la interpretación de los actores, en su mayoría no profesionales o con muy poca experiencia, y la excelente fotografía, en el brillante Technicolor de la época, de Claude Renoir.


Este es en pocas palabras su argumento. A orillas del Ganges, cerca de Calcuta, Harriet y sus amigas Melanie y Valerie, hijas de colonos británicos, reciben la visita del capitán John, un mutilado de guerra. A través de la mirada de Harriet asistiremos al descubrimiento del amor y sus zozobras, pues las tres amigas se enamoran muy pronto del capitán. Harriet tiene un hermano pequeño, que es su compañero de juegos. La casa familiar se abre a un hermoso jardín, que es su reino, y ellos están juntos hasta que la llegada del soldado hace que Harriet se olvide de su hermano, que una tarde es mordido por una cobra y muere. No es fácil ver unas imágenes de más pura y contenida emoción que las del entierro del niño. La tierra de color salmón, la presencia ensimismada de la vegetación, el agua terrosa del río, por cuya orilla marcha el cortejo fúnebre, componen una escena que encierra todo el misterio y la desolación de la pérdida. Harriet no puede ser responsable de una desgracia como aquella, pero sabe que si hubiera estado al lado de su hermano este seguiría con vida. También que el jardín, y con él el mundo libre y abierto de la infancia, ha quedado para siempre atrás. Y que lo ha hecho a través de una muerte de la que ya nunca podrá liberarse. Hay otro elemento perturbador. El capitán John, el joven soldado que las visita, ha perdido una pierna, y lleva en su lugar un miembro ortopédico. De forma que la salida de ese jardín que es la infancia coincide con la aparición del cuerpo dividido y de su inevitable consecuencia: la amenaza de la locura.

Debemos aprender a mirar esos cuerpos heridos. En ellos no solo está el dolor, el ansia infinita de paz del psicótico, sino la memoria de ese cuerpo con el que soñamos en el amor. La memoria de sus pérdidas y de sus órganos olvidados. No hay poesía sin esa visita a la cuba de Barba Azul, no hay poesía sin oscuridad. Los psicóticos recuerdan a la criatura de Frankenstein, y pienso sobre todo en las dos películas que James Whale dirigió en los años treinta, con Boris Karloff en el papel de la criatura. Hay una escena, en La novia de Frankenstein, la segunda de ellas, que no es posible olvidar. El monstruo, que se ha escondido en el bosque, llega a una casa donde vive un anacoreta. El anacoreta es ciego y por esa causa lo acoge sin temor. Se establece entre ellos una cálida amistad. El anacoreta le da comida, vino, ¡hasta de fumar! Le hace escuchar música y el monstruo todo lo mira maravillado. No hay que ser más delicado y sensitivo, más lleno de temor. Más abierto a todas las seducciones. Más ajeno al daño.Pero ¿qué es la locura? El concepto de enfermedad mental es demasiado acomodaticio, ya que al definir la locura como enfermedad nos excusa de preguntarnos por su verdadero sentido y elimina la responsabilidad del sujeto. La pregunta por la locura conlleva pues una nueva pregunta, que es la que debe interesarnos, la que se refiere a lo que el sujeto será capaz de hacer con ella. Algo, por otra parte, presente en la idea freudiana del delirio como trastorno, pero también como movimiento vinculado al saber y a la reconstrucción. Recordemos el caso Schreber, y cómo, según Freud, es precisamente su delirio lo que logra estabilizarle y, al rebajar su sintomatología, le permite abandonar el hospital. En los misterios egipcios se dice que «en el hombre hay dos pares de ojos, y es requisito necesario que el par de dentro se cierre cuando el par de fuera percibe; pero solo cuando el par de fuera está cerrado puede el de dentro abrirse». El psicótico ve solo con los ojos interiores, su mundo es espectral. El cuerdo con los ojos exteriores, su mundo es pura objetividad. Es el poeta quien los concilia a los dos. El poeta lleva el fantasma a la vida, quiere que lo bello sea útil, que cada par de ojos se alimente de la visión del otro.

El joven del que se enamoran las adolescentes en la película de Renoir enferma porque no puede olvidar el cuerpo que perdió. Harriet y sus amigas le enseñan que solo aceptando esa pérdida será capaz de recuperar la capacidad de amar. Los amantes recuerdan a los psicóticos dado que el amor, como la psicosis, supone una ruptura, la entrada cualitativa en una experiencia distinta. Los que aman son hablados por otras voces, su identidad se fragmenta y para reunificarse necesitan algo cercano al delirio. Pero el amor antes que con la locura tiene que ver con la poesía, ya que aunque es cierto que el amante delira lo que quiere sobre todo es vivir entre los demás. El psicótico quiere que la realidad se someta a sus sueños, el amante que sus sueños se hagan reales. Ambos acuden al mercado de los cuerpos, pero mientras la psicosis nos dice que nunca encontraremos en él lo que perdimos, el amor nos dice que debemos arreglarnos con lo que nos ofrecen en ese mercado. Recordemos el final del mito de Orfeo. Orfeo, tras perder a Eurídice, es troceado por las bacantes que diseminan su cuerpo por el bosque. Su cabeza va a parar al río, y las aguas la arrastran. Mientras lo hace no deja de cantar. Michel Foucault dijo que la locura es la ausencia de obra. La obra supone la aceptación de la pérdida; el delirio es su negación. El canto del poeta habla del regreso, del encuentro con el mundo; el delirio, del cuerpo espectral, un cuerpo que no puede volver. Todos los psicóticos tienen un cuerpo así. Todos han perdido partes de sus cuerpos, y deliran tratando de recuperarlos. La locura es el regreso de esos trozos perdidos. El doctor Frankenstein construye un cuerpo con ellos. Un cuerpo que solo puede ser el de un psicótico, pues está hecho de fragmentos de otros cuerpos, de otras vidas distintas y cuyo deambular es su delirio.


Los buenos psiquiatras se comportan como ese anacoreta. Reciben a los psicóticos con los ojos cerrados, les atienden por un tiempo, les dan de comer y fumar, hasta que se alejan. Luego recogen sus poemas y sus dibujos y escriben libros sobre ellos. Es curioso, los psicóticos vienen de la muerte, del reino de lo siniestro, y sin embargo son dulces, silenciosos, infinitamente educados. Son como la criatura de Frankenstein. Fijaros en sus gestos, en su increíble delicadeza. La visión de una cama les conmoverá hasta la muerte, porque ellos no pueden dormir. Una simple cuchara abandonada sobre el mantel les hará llorar, pues no tienen dedos para cogerla. Miran las cosas con los ojos terribles del que sabe que jamás serán suyas. Añoran un mundo quieto, tranquilo, donde yacer domesticados. Podrían comer de nuestras manos, podrían ser nuestros criados. Si les mandáramos hacer cosas, las harían llorando. Les gustaría no tener que esconderse. Su cuerpo no es el cuerpo de la pureza, sino el cuerpo nacido de la cuba de los despedazamientos. Cuentan, a través de su sufrimiento, la historia de nuestro corazón.

Gustavo Martín Garzo es escritor.