Vocabulario Fundamental. Extinción (30) El último mameluco de Napoleón

Un estupendo artículo de Jacinto Antón nos lleva a conocer la historia de los últimos mamelucos de Napoleón. A través del inconfundible estilo del barcelonés, conoceremos la creación, esplendor y caída de la caballería de élite que el emperador corso reclutó en su campaña egipcia para acompañarle en sus victorias y derrotas por los ensangrentados campos de batalla europeos de principios del siglo XIX. 


El último mameluco de Napoleón

El sirio Moisés Zumero, miembro de de la caballería oriental de Bonaparte, participó en todas sus campañas y acabó como empleado de Correos


Los mamelucos no gozan de buena fama entre nosotros, básicamente a causa de Goya, que los inmortalizó como despiadados represores ataviados con sus desconcertantes ropajes orientales en la sucia lucha en las calles de Madrid el 2 de mayo. Pero esos exóticos jinetes ataviados con turbantes adornados con pluma de garza y rojos pantalones anchos —era fama que en cada pernera cabía un hombre entero— y armados con cimitarras, carabinas y pistolas, tienen una apasionante y aventurera historia.

El cuadro de Goya ‘La carga de los mamelucos en la Puerta del Sol’.

Se trajo unos cuantos Bonaparte de la campaña de Egipto (donde eran los amos), tras vencerlos, como un souvenir de su gran sueño oriental y los incorporó a la élite de su caballería inmortalizándolos junto a sus húsares, coraceros, dragones, cazadores y lanceros en los más famosos campos de batalla de Europa. Su apariencia era magnífica y su valor y ferocidad legendarios. Los había egipcios, sirios, georgianos, árabes y sudaneses negros, y con el tiempo también se incorporaron al contingente franceses. Crearon moda en Francia. Los pintaron Gerard y Gros (además de Goya) y hasta inspiraron obras literarias, dramas y vodeviles.

Hoy la palabra mameluco tiene, qué le vamos a hacer, cierta carga peyorativa —sobre todo en boca del capitán Haddock—, pero a los más románticos nos evoca una fascinante combinación de coraje y seda, un galopar de colores deslumbrantes coronado por el relámpago de plata de una hoja de Damasco blandida sobre la cabeza como una media luna mortal. No fueron muchos los de Bonaparte, unos centenares, apenas unos escuadrones, que tras su organización fueron encuadrados en el regimiento de Chasseurs à cheval de la Garde, la crème de la caballería napoleónica. Pero disfrutaban de una belle réputation, fama de fiables, intrépidos y valientes y desde luego eran muy visibles, incluso entre los exuberantes atavíos de la Grande Armée.

Napoleón tenía debilidad por ellos y gustaba de hacerlos desfilar en todas sus ceremonias, como su coronación. Les concedió un águila por el valor demostrado en la célebre carga de la caballería de la Guardia en Austerlitz —“nous allons avoir une affaire de cavalerie”, dijo el mariscal Bessières—, en la que fueron codo a codo con los chasseursde Morland y los grenadiers montados de Ordener y en la que como un huracán desbarataron a los coraceros y húsares rusos, a los granaderos de Semenowski y todo lo que se les puso por delante.

Entre los mamelucos célebres de Napoleón está el pillastre de Roustam, que tomó a su servicio personal Bonaparte y que aparte de dormir en el suelo ante su puerta realizaba trabajillos para su amo. Se le acusó de estrangular a Pichegru y de asesinar al almirante Villeneuve (que en realidad se suicidó), así como de ser a la vez amante de Josefina y del corso… habladurías. Pero Roustam era más un criado que un soldado —aparte de un cantamañanas, véase sus Souvenirs (1911), llenos de autobombo y quejas por las faltas de pago—, y, cobardica, dejó en la estacada a Napoleón cuando lo enviaron a Elba.

Los mamelucos que nos interesan aquí son otros, personajes valientes como Elias Masaad, sabre redoutable, ascendido a capitán tras cargar como un bravo en Eylau y que sumaba 17 heridas y tres costillas perdidas a causa de la metralla; Chahin, que capturó un cañón en Austerlitz, salvó al Chef d’escadron Daumesnil del populacho madrileño el 2 de mayo y acabó su carrera con 40 heridas y habiendo visto morir cinco caballos bajo él; o el irascible Ibrahim, que mató enfurecido a varios parisinos que se reían en la calle de su aspecto extravagante, y que luego cayó prisionero mientras luchaba contra jinetes cosacos al desenrollársele el turbante y cegarle, no sin antes haber dado cuenta de seis enemigos.

El mameluco que nos ocupa hoy, Moisés Zumero (1791-1873), fue uno de esos bravos tipos, participó en 14 campañas, llegó a brigadier, y es tenido por el último de los que sirvieron en el ejército de Napoleón. Así lo acredita la lápida de su tumba en Lavaur, en el Tarn (“le dernier des mamelouks”, un título digno de una novela de Victor Hugo) y la somera biografía que le ha dedicado Thérèse Blondel-Avron —Moïse Zumero, dernier mamelouk de la Garde Impériale (Editions Cabédita, 2009)—.

Ser el último de algo tiene pedigrí. Serlo de esa despampanante caballería de los mamelucos confiere un aura especial a Zumero, de la estirpe de los valientes. Nacido en San Juan de Acre, Moussa Zumero Al’Coussa era miembro de una familia siria de ortodoxos griegos que servían a los pachás otomanos y que se vio involucrada en las guerras de Bonaparte en Oriente. La madre, una hermana y dos hermanos de Moisés murieron durante la sangrienta toma de Jaffa por las tropas francesas en 1799. No obstante el chico, sediento de aventura, se enroló como trompeta en los mamelucos del entonces primer cónsul. Contaba solo ocho años. Al regresar Bonaparte a Francia, Zumero fue uno de los mamelucos que partieron con él. En primera instancia, al reorganizarlos el general Rapp, el chico no encontró cabida por demasiado joven. Pero logró incorporarse, sirvió en España de 1808 a 1812 con una interrupción en 1809 para combatir en Wagram. Fue de los mamelucos que arroparon a Napoleón en la famosa y ardua travesía del Guadarrama en medio de la ventisca y resultó herido de un sablazo en Benavente. Le encontramos luego helado en Rusia —él, hijo de las ardientes arenas sirias— y defendiendo el paso del ejército derrotado en el Berézina. Zumero perdió la mayoría de los dedos de los pies, congelados, pero no la fe en el emperador. Recibió una citación por su bravura al rescatar a su teniente de tres húsares prusianos, matando a uno e hiriendo a los otros. Se batió en Waterloo y sobrevivió para afrontar, como uno de los orphelins de Napoleón, la represión y el terror blanco. 

Mientras muchos viejos mamelucos pedían limosna, tuvo la suerte nuestro sirio de casarse en 1816 con una chica encantadora y de posibles, que además era pariente de Charlotte Corday y biznieta de Corneille. Zumero consiguió entrar en la Administración y hacerse empleado de Correos. Un mameluco en Correos parece ya el título de una película de Louis de Funès. Llegó a director. Reclutó a los carteros entre los viejos soldados del imperio, disciplinados y capaces de hacer largas marchas. Hizo bien su trabajo como antes había bien luchado. Sus heridas —perdió el uso de los pies— y la inquina contra los antiguos bonapartistas le condujeron al retiro.

Murió a los 82 años, caballero de la Legión de Honor, burgués respetado. Pero si te acercas en silencio a su tumba en un rincón del sur de Francia, a 40 kilómetros de Toulouse, y prestas atención puedes percibir aún un remoto galopar de caballos, gritos y disparos. Sientes como un soplo la ola de gloria y de coraje y, al cerrar los ojos, avizoras el espectáculo terrible y magnífico de la carga de los audaces jinetes de Oriente, mientras escuchas, atónito y maravillado, la risa salvaje del último de los mamelucos.

Campanadas de la Historia (22) Waterloo, la última batalla de Napoleón



Un estupendo artículo de Jacinto Antón, que viaja junto al escritor Ildefonso Arenas, nos lleva al campo de batalla de Waterloo de la mano de Miguel de Álava, militar y diplomático español y única persona que estuvo en Waterloo y en otra batalla crucial de nuestra Historia, Trafalgar. Álava fue ayuda de campo del célebre Arthur Wellesley, duque de Wellington y comandante de las fuerzas aliadas en Waterloo, hecho fundamental del mundo moderno que acabaría con la derrota total de las fuerzas napoleónicas y el segundo y definitivo exilio de Bonaparte (uno de los grandes mass-killers de la Historia) en la remota isla de Santa Elena, de donde ya no saldría vivo. Tras el artículo les adjuntamos un buen documental que muestra todo lo que ocurrió en las jornadas del 15 al 18 de junio de 1815 cuando se decidió el destino de Europa tras el ciclón destructivo -e ideológico- que para nuestro continente supusieron los tres lustros en el poder del pequeño y terrible corso. 

Nuestro hombre en Waterloo

Ildefonso Arenas revive la decisiva batalla en una novela monumental centrada en el general español Miguel de Álava, ayuda de campo de Wellington


Piso en este día gris el embarrado campo de batalla de Waterloo y la tierra parece rezumar sangre bajo mi bota. Hasta donde alcanza la vista estamos solos a excepción de una bandada de cuervos que aparecen en nuestro flanco izquierdo como un remedo de los negros jinetes de Blücher, los húsares de la muerte, llegando a tiempo aquel 18 de junio de 1815 para el festín de la victoria al grito de “¡keine gefangenen!”, (¡sin prisioneros!). Impasible entre la ventisca, con las espesas cejas que le dan un aire de mariscal ruso casi heladas, Ildefonso Arenas revive el combate, la carga devastadora de Ney contra los cuadros ingleses, el ataque final de la Vieille Garde, y el aire se llena del ensordecedor tronar de los cañones, el chasquido de los fusiles y el retumbar de la caballería. Le pediría al escritor que nos refugiáramos bajo el célebre olmo de Wellington, pero él árbol ya hace mucho que no está.

El escenario bélico de Waterloo: La defensa de La Haye-Sainte por la legión alemana del Rey, de A. Northern. 

Desde ayer recorro esforzadamente con Arenas, autor de una novela monumental sobre Waterloo, los escenarios, algo dejados de la mano de Dios, de la batalla que desbarató a Napoleón y cambió el destino de Europa. Hemos visitado, en una galopada digna de Si hoy es martes esto es Bélgica tantos parajes, pueblos y monumentos (a veces camuflados cerca de un Media Markt o discutibles como el de la caballería holandesa en Quatre-Bras) que hasta durante una parada piadosa en el Museo Hergé de Louvain- la-Neuve, que nos pillaba de paso, me ha parecido escuchar entre las viñetas de Tintin el temible fragor de los coraceros. En el museo Wellington de Charleroi (antiguo cuartel general del duque), agotado, he estado a punto de echar una cabezadita en una cama, pero Arenas me ha advertido de que en ella expiró el coronel sir Alexander Gordon tras parar con la pierna en Waterloo un proyectil francés de ocho libras y quedarle el fémur saliéndole por el calzón…

Ildefonso Arenas (Madrid, 1947), una figura prácticamente desconocida hasta ahora de nuestras letras pero que cuenta ya con Carmen Balcells como agente, ha alumbrado una novela extraordinaria: por el tamaño (1.214 páginas: imaginen lo que es llevarla en Ryanair y arrastrarla por media Bélgica, lloviendo), el asunto (la última campaña de Napoleón y el antes y el después de la misma) y la calidad literaria. Es Álava en Waterloo(Edhasa) una novela histórica de las importantes, grandísimo fresco de toda una época, en la que caben sutilezas políticas, escenas de cama (o bañera: ¡Talleyrand y su sobrina!) y bailes, junto a grandes maniobras, sanguinarias acciones bélicas y salvajes amputaciones. Pese a todas las atrocidades que, al cabo relato de una guerra, no puede evitar, el libro está atravesado por una fina ironía y un gran sentido del humor.

Además, se centra en un personaje sensacional de nuestra historia al que resucita y reivindica: el militar y diplomático español “injustamente olvidado” Miguel de Álava (Vitoria, 1772-Barèges, 1843), que no sólo fue la única persona que estuvo, agárrense, en Trafalgar (como capitán de corbeta en el Príncipe de Asturias) y en Waterloo, sino que en la segunda batalla, agregado al Estado Mayor británico, lo hizo (ataviado con uniforme de general inglés) en calidad de ayuda de campo y amigo del gran vencecedor de la jornada, Wellington, al que ya había asistido en la campaña de la Península. Si Álava fue como lo pinta Arenas —él asegura que sí—, valiente, leal, efectivo (“decisivo en Waterloo, Wellington le debe parte de su gloria”) y simpático, vive Dios que habría valido la pena conocerlo. “Era como Gutiérrez Mellado, esa clase de hombre”, afirma el escritor, que considera a Álava “el militar más internacional que hemos tenido”. Liberal, ilustrado y sospechoso de masón, Fernando VII lo hizo encerrar aunque luego se lo cedió a Wellington, al que no podía negarle nada.

El itinerario con Arenas, tras encontrarnos en el aeropùerto de Charleroi, comienza de manera bastante poco prometedora en Fleurus, donde nos perdemos en busca del molino Naveau desde el que Napoleón oteó a los prusianos el 16 de junio, antes de pegarles una paliza en Ligny (“en realidad Waterloo son cuatro días y seis batallas”). Al final damos con el dichoso molino. “Ahí arriba, en una plataforma que le montaron, se situó el Emperador con el catalejo mientras las pasaba putas a causa de un cólico nefrítico. Ligny podría haber sido una batalla decisiva, pero Napoleón dejó escapar luego a los prusianos. Ahí empezó a perder la batalla de Waterloo”. Arenas, que manifiesta una curiosa predilección por los prusianos (“fueron los verdaderos vencedores de Napoleón, pero Wellington era un genio del marketing”) quiere que sigamos la ruta de retirada de éstos. Lo hacemos, en coche, al pass de charge de los grenadiers-à-pied, mientras el escritor va brindando informaciones. “Napoleón tenía el ejército lleno de prima donnas, hasta 25 mariscales en 1815; piensa que los prusianos, gente seria, tenían solo dos”. “Aquella fue una campaña de locos, todos cometieron errores, los franceses y la Séptima Coalición de los Aliados, aunque al final pasó lo que era lógico: el ejército de 220.000 hombres derrotó al de solo 125.000”. En Ligny —lugar de la derniere victoire de Bonaparte—, el museo dedicado a la atroz batalla está cerrado, pero paramos en una curva para retratar un cañón de 12 libras (“Napoleón los llamaba belles filles, este se le conoce como Le Formidable) en la cuneta. Le pregunto a Arenas, para calentarme, por ese mundo de la alta sociedad que retrata en su libro, lleno de aristócratas rijosos y duquesas y princesas casquivanas. “Si no fuera inmoral no sería interesante, en todo aquello había intereses y política, pero también mucho vicio”.

Más tarde, precisamente mientras comemos unas boulettes à la liégeoise en Lasne, Arenas explica lo de la herida de Álava. “En la campaña de España, recibió un tiro en un mal sitio, malo de verdad, y quedó averiado para procrear”. Cambio de tercio y le pregunto por la aportación de su libro a la infinidad de relatos sobre Waterloo. “He explicado la campaña en tramos horarios, algo que es original y la hace muy comprensiva, aparte de devolver a Álava su importancia en los acontecimientos”, dice. De vuelta a la batalla, admiramos en el Museo Wellington la prótesis de Lord Uxbridge, sables hallados en el campo de batalla, y el uniforme de un Royal Scot Grey, entre otras maravillas.

Al día siguiente, tras dormir entre pesadillas de dragones y lanceros, ascendemos la vertiginosa escalera del monte artificial de la Butte du Lion para ver el campo de batalla, entramos en el tan grandioso como hoy naíf panorama y nos pateamos todos los monumentos conmemorativos vecinos: a la legión alemana, a Gordon, a los belgas muertos aquel 18 de junio, al último cuadro de la Garde Impériale —ditde l’Aigle Blessé—… Pero es frente a la Haye Sainte, la granja ensangrentada clave de la posición de Wellington y que vivió uno de los combates más feroces, donde la historia, pese a los automóviles que discurren velozmente ante el edificio, parece materializarse con mayor fuerza. A los pies de los muros el ladrillo desencalado presenta un siniestro tono rojo oscuro. Es fácil evocar los “miles y miles de cuerpos, de hombres y de caballos, retorcidos en posturas imposibles” de los que habla Arenas. En la iglesia de Saint Joseph, en el pueblo de Waterloo, leemos con emoción las estelas conmemorativas de los caídos, como Alexander Hay, de 18 años, corneta del 16º de Light Dragoons. 

Mientras cae la tarde visitamos el monumento a los prusianos en Plancenoit, que es el lugar favorito de Arenas, y el cementerio de la iglesia del pueblo donde la Jeune Garde masacró a un centenar de prisioneros (“Hago la guerra”, decía Napoleón, “no sin horror”). Con el ánimo ya muy sombrío llegamos a Genappe y en el pequeño puente sobre el río Dyle, hoy junto a una mercería, el escritor revive magistralmente el terrible embotellamiento de los franceses en fuga, incluida la comitiva imperial —Napoleón abandonó aquí sus carruajes para montar uno de los caballos de sus lanceros rojos y huir— perseguidos por los prusianos tras Waterloo. Fue una debacle. “Aquí desaparece la Gran Armée. Aquí acaba en realidad Waterloo”. Las vecinas Galeries du Meuble ponen una nota premeditadamente escalofriante con su letrero de Liquidation totale. Y se hace de noche.


S.P.Q.R. (1) Intro / Están locos los romanos


Intro


Comenzamos una nueva serie de posts sobre la Antigua Roma bajo la clásica insignia S.P.Q.R (Senatus Populusque Romanus, el Senado y el pueblo romano) y lo hacemos con un estupendo artículo de Jacinto Antón en el que pregunta a expertos sobre algunos grandes mitos y errores históricos en nuestra percepción sobre la civilización romana y lo que de ella hemos heredado. A través de documentales y artículos especializados indagaremos en la historia romana, en las guerras y los guerreros que forjaron el imperio y finalmente lo destruyeron y los sistemas políticos que la conformaron, desde aquella alianza de las tribus latinas, sabinas y etruscas que se asentaban en las siete colinas a orillas del río Tiber hasta abarcar desde la actual Gran Bretaña hasta el desierto del Sahara, desde la Península Ibérica hasta el río Tigris. 


La civilización romana constituye un elemento crucial en el desarrollo tanto de Occidente como de Oriente Próximo y Asia Menor. Recordemos que en un principio, tras su fundación en 753 a.C. (según la tradición), Roma fue una monarquía etrusca que tuvo siete reyes, el último de ellos Tarquinio el Soberbio. Cuando éste fue derrocado en 509 a.C. se estableció la República y un sistema de cónsules sustituyó al monarca, hasta la llegada de Julio César que iría acumulando más y más poder hasta convertirse en lo más parecido a un rey de facto. Su asesinato a manos de senadores que pensaban que quería restaurar la monarquía dio paso al posterior advenimiento al poder de Octavio Augusto, quien en el 27 a.C. abolirá la República y consolidará un gobierno unipersonal, centralizado y dinástico en todo el territorio que será conocido como Imperio Romano. 

Al período de mayor esplendor del Imperio se le conoce como pax romana, debido al relativo estado de orden y prosperidad bajo la dinastía de los Antoninos (96-192) y, en menor medida, bajo la de los Severos (193-235) en la que comenzaría su decadencia. Es en este periodo cuando el Imperio Romano, de manos de Trajano (a quien dedicaremos nuestra segunda entrada de S.P.Q.R.) alcanzaría su máxima expansión, llegando hasta la ciudad persa de Susa, al sudoeste del actual Irán.
El deterioro de las instituciones imperiales, -particularmente la del propio emperador- sumiría al Imperio en la ingobernabilidad y las guerras civiles durante el siglo III. Entre el 238 y el 285 pasaron por el poder 19 emperadores, los cuales —incapaces de tomar las riendas del gobierno y actuar de manera concorde con el Senado— terminaron por situar a Roma en una verdadera crisis institucional. Durante este mismo período comenzó una invasión pacífica cuando algunas tribus bárbaras se fueron situando en los limes del Imperio aprovechando la decadencia las otrora invencibles legiones romanas, además de la ingobernabilidad producida en el poder central, incapaz de actuar en contra de esta situación.

De esta forma y a pesar de una breve «estabilización» del Imperio en manos de algunos emperadores fuertes como Diocleciano, Constantino I y Teodosio I, el Imperio se dividiría definitivamente a la muerte de este último en 395 d.C. en Imperio Romano de Occidente, con capital en Roma e Imperio romano de Oriente, éste con capital en Constantinopla. Sin embargo el desgobierno continuó en el Occidente, los emperadores eran cada vez más débiles, las guerras civiles siguieron arruinando las finanzas imperiales, el desorden interno no sólo acabó con la industria y el comercio, sino que debilitó a tal punto las defensas de las fronteras imperiales, que privadas de la vigilancia de antaño, se convirtieron en puertas francas por donde penetraron las tribus bárbaras, propiciando las invasiones que acabarían con la caída del Imperio de Occidente en 476 d.C., lo que daría paso a una nueva era en Europa, la Alta Edad Media. El Imperio Romano de Oriente o Imperio Bizantino continuaría su existencia durante casi mil años más, hasta la caída de Constantinopla ante los ejércitos turcos de Mehmet II, en 1453

Evolución histórica de la Antigua Roma

República Romana
Imperio Romano
Imperio Romano de Occidente
Imperio Romano de Oriente
Estados herederos del Imperio Bizantino

En fin, comenzamos. Jacinto Antón y están locos los romanos. Disfruten. 

Están locos los romanos

Jacinto Antón – El País 22 Mayo 2011

Les debemos mucho, pero nos separan cosas fundamentales. ¿Qué es lo que más nos impactaría de la Roma clásica si pidieramos viajar hasta ella?, le pregunto a la gran y amena historiadora Mary Beard, autora de Pompeya o El triunfo romano (ambas en Crítica). «Oh, la suciedad y el olor pestilente, y la pobreza… detrás de la rutilante fachada de mármol».
Les debemos mucho, casi todo, a los romanos, vale. Recuerden las palabras de Reg, el líder del Frente Popular de Judea, sector oficial, en La vida de Brian -el discurso más celebrado del cine de sandalias después de la arenga del general Maximus (Gladiator) a los frates jinetes de sus turmae y el «¡arre!» de Ben Hur-: «Aparte del acueducto, el alcantarillado, las carreteras, la irrigación, la sanidad, la enseñanza, el vino (eso sí lo vamos a echar de menos), la ley y el orden, ¿qué han hecho los romanos por nosotros?». Roma caput mundi, aeterna urbis, aurea Roma, civis Romanum sum, Romanus sedendo vincit… De acuerdo, de acuerdo. Pero tras la nueva invasión romana que vivimos, la enésima, manifestada en libros de toda clase, películas y series de televisión -hasta La Fura dels Baus se pone romana-, una sospecha empieza a aflorar en nuestros latinos corazones: ¿de verdad nos parecemos tanto?, ¿somos tan romanos realmente?, ¿ese mundo que aparece ante nuestros ojos en páginas, pantallas y escenarios es el nuestro?

Es difícil identificarse, aceptémoslo, con la hosca facilidad de Quintus Dias, el protagonista de la sangrienta película Centurión, para matar a punta de gladio pictos y brigantes; con el sexo morboso y cruel de las matronas de Spartacus -quien haya visto con su hija adolescente la escena de la serie en que las damas obligan a copular ante ellas a un gladiador y a una esclava tardará en olvidarlo («pues vaya con la antigüedad, papi»), por no hablar de conseguir que la niña lea luego a Ovidio-. Cuesta, decía, sentir afinidad con la despiadada astucia del resucitado pretor Galba en la segunda temporada de Hispania o con platos como las vulvas de cerdo à la Lucio Vero (envenenadas). ¿Un espejo, Roma? Vae!, ¡ay!.

¿Qué es lo que más nos impactaría de la Roma clásica si pidieramos viajar hasta ella?, le pregunto a la gran y amena historiadora Mary Beard, autora de Pompeya o El triunfo romano (ambas en Crítica). «Oh, la suciedad y el olor pestilente, y la pobreza… detrás de la rutilante fachada de mármol».


Lindsey Davis es otra de las personas que más nos han acercado al mundo romano, ella desde las novelas del detective Falco, la XX de las cuales, Némesis, es novedad, como lo es la indispensable Marco Didio Falco, la guía oficial, una delicia enciclopédica para sus muchos seguidores (ambas en Edhasa). Al interrogar a la autora sobre esa extrañeza que nos provocan los romanos, contesta: «Yo he basado mis libros precisamente en la creencia de que los romanos eran como nosotros. Pero siempre digo que hay dos áreas en que su mundo difiere radicalmente del nuestro: la arena (los combates de gladiadores y con animales) y la esclavitud. Desde luego, hay también otra: la posición legal de la mujer, que tenía que ser representada en muchas ocasiones por el cabeza de familia. Muchas ocupaciones le estaban vetadas: ¡de haber vivido entonces yo no me podría ganar la vida como lo hago!»,
Davis, noblesse oblige, aprovecha para criticar que en el filme La legión del águila -basada en la conmovedora novela de Rosemary Sutcliff-, el protagonista porta la espada en el lado izquierdo cuando lo preceptivo en el ejército romano era llevarla siempre en el derecho. Ahí queda el dato.

Aparte de que no existían en el mundo romano el café, el té, el chocolate, las patatas o los tomates, (¡un mundo sin todo eso no puede ser el nuestro!), nos choca mucho lo poco que valía la vida, sobre todo si eras un esclavo, «un animal con habla», como dice que los consideraban la arqueóloga Isabel Rodà, directora del Insituto catalán de Arqueología Clásica (ICAC): cuando uno de los suyos rompió sin querer una copa de cristal, Vedio Polión ordenó que lo echaran al estanque de las morenas, a las que había acostumbrado a comer carne humana (ya ven que la historia no se la inventó Robert Harris en Pompeya).

El gran historiador Paul Veyne dice en Sexe et pouvoir a Rome (Tallandier, 2005) que lo que más nos sorprendería de vernos súbitamente trasladados a la antigüedad romana es la violencia, «una brutalidad que corta el aliento». Violencia no solo en el anfiteatro sino en todas las facetas de la vida. No en balde, señala, en las fasces el símbolo de Roma era un hacha de decapitar rodeada de varas para azotar. La mayoría de los grandes líderes políticos romanos tenían experiencia militar de combate cuerpo a cuerpo y habían matado con su propia mano.

No había nada en aquel mundo similar a nuestro humanitarismo. El infanticidio era habitual. Y el abandono de los niños tan corriente que suponía el principal suministro de los mercaderes de esclavos, por encima de los prisioneros de guerra.

No entenderían los romanos que nos parecieran mal los combates de gladiadores, la atroz hemorragia de la arena (Beard calcula que el número habitual de gladiadores en el imperio ascendía a 16.000, ¡el equivalente a tres legiones!). Así que de prohibir los toros, ya ni hablemos. No existía algo que nos parece tan esencial como los derechos humanos, una conquista muy reciente, conque los derechos de los animales… Augusto envió al circo para su escabechina a 420 leopardos y 36 cocodrilos, según Plinio. César 20 elefantes y 600 leones. Cómodo mató él mismo en un espectáculo cinco hipopótamos, dos elefantes, un rinoceronte y una jirafa. «Nos sorprende de los romanos su prepotente sentido de dominio de la naturaleza«, apunta Rodà.

El espectáculo de la violencia y la crueldad resultaba casi anodino en Roma, trivial. Cuando de niño Caracalla prorrumpió en sollozos en el Coliseo asustado por los alaridos de un condenado a las fieras -damnatio ad bestias- que estaba siendo despedazado por un tigre, la muchedumbre se conmovió… del llanto del futuro emperador, no del pobre tipo supliciado. Nunca hubo cosa tal como una campaña para la abolición de los shows de la arena. Ni siquiera protestas. A Marco Aurelio no le gustaban las luchas de gladiadores, pero porque las encontraba aburridas. «Las fronteras éticas de los romanos estaban situadas en lugares diferentes de las nuestras», recalca Beard.

Entre la gran cosecha reciente de libros de romanos -que incluye títulos como La prisionera de Roma (Planeta), en la que José Luis Corral novela la vida de Zenobia, la reina de Palmira; el imprescindible Manual del soldado romano (por fin en castellano, en Akal), de Matyszak o La cosecha por la libertad (Edhasa), con la que Simon Scarrow, el autor de la feroz saga sobre las legiones centrada en los centuriones Macro y Cato, abre una nueva serie ¡juvenil! protagonizada por un gladiador adolescente-, destaca Gabinete de curiosidades romanas (Crítica, 2011). Su autor, J. C. McKeown, profesor universitario de Clásicas en EE UU, ha recogido en un volumen fascinante «relatos extraños y hechos sorprendentes» del mundo romano. Su lectura resulta muy ilustrativa para ver hasta qué punto los romanos eran diferentes de nosotros.

¡Qué cosas creían! Que a las serpientes les gusta el vino, que las cabras respiran por las orejas… El propio Plinio, que se vanagloriaba de su espíritu científico, daba crédito a los prodigios más disparatados, como que cuando fue derrocado Nerón, un olivar del emperador cruzó la vía pública -también refiere la creencia de que si uno se pone una lengua de hiena entre la planta del pie y la suela del zapato no le ladran los perros-.

Hacían mucho caso los romanos, pueblo supersticioso donde los haya, a los presagios y sueños. «Era por falta de una religión intimista», señala Rodà, «la religión oficial era ceremonial y no podía satisfacer las necesidades más profundas, así que estaban pendientes de presagios y se cargaban de amuletos». Artemidoro de Daldis, autor de una Intepretación de los sueños, apunta que soñar que uno es crucificado anuncia al soltero que va a casarse (!). Dión Casio da cuenta del infausto augurio que pareció a César el que cuando perseguía al ejército de Pompeyo sus estandartes aparecieran infestados de arañas. Marco Aurelio, un tipo que parece tan cabal hizo arrojar al Danubio dos leones vivos para propiciar su guerra contra los marcomanos. Para Mary Beard la historia más estrafalaria del mundo romano es la del banquete ofrecido por Heliogábalo en el que la lluvia de pétalos de rosa lanzada sobre los comensales fue tan copiosa que los asfixió. «Es una historia fuerte, pero ofrece una gran advertencia acerca del emperador: ¡su generosidad puede matarte!».

Los romanos a los que tenemos por tan limpios, no usaban jabón para lavarse sino aceite de oliva. Los retretes domésticos eran una excentricidad (y estaban junto a las cocinas, y no tenían puertas). Lo habitual era usar las letrinas públicas, sin ninguna privacidad. Curioso. Incluso los insultos romanos nos suenan extraños: Domicio Corbulón llamó a Cornelio Fido en el Senado «struthocamelus depilatus», «avestruz pelado», vamos, ni el capitán Haddock. ¿El sexo? «Somos más mojigatos que ellos en relación con el placer y el cuerpo», opina Rodà. «Había menos tabúes. No tenían el concepto de pecado y culpa que es nuestra herencia judeocristiana». A ver quién colgaría hoy en su casa un tintinnabulum, una campanita, con forma de pene…


Hay muchas cosas que damos por sentado de los romanos, pero que no son ciertas. Por ejemplo, apunta Mary Beard, que usaran habitualmente togas. «La toga era una vestimenta formal, no algo para cada día». La historiadora detesta que le pregunten (como le ocurre siempre) qué llevaban debajo de la ropa los romanos. Ahí va la respuesta: subligaculum. Con lo fácil que es decir calzoncillos y bragas…


Eran, parece, los romanos, poco dados a la introspección o al análisis psicológico. La corrupción y la prevaricación reinaban a gran escala, eso nos sorprende menos, pero había un fenómeno que nos resulta estrambótico, el evergetismo: el mecenazgo sobre el dominio público. Los ricos ofrecían servicios a la comunidad -a cambio de clientelismo político-. Los anfiteatros, las termas, la mayoría de los monumentos públicos eran pagados y donados a la ciudad por los poderosos. Como si el metro o la red eléctrica los regalara un particular. No existía una verdadera policía (aunque siempre podías llamar a Falco) y la única manera de conseguir justicia era a menudo tener un buen patrón o una banda de amigos que te echaran una mano: sí, mafiosillo. La serie Roma, que ahora se repone, da una imagen ajustada de eso.

¿Qué decir de la forma en que hacían la guerra los romanos? Salvaje. La guerra total. Las legiones eran una verdadera picadora de carne. Se calcula que la conquista de la Galia por César costó un millón de vidas. El propio Julio anota que en una batalla «casi la totalidad de la tribu de los nervios fue exterminada y con ella su nombre». Como dice Tácito que dijo el cabecilla britano Calgatus, «crean un desierto y lo llaman paz».

«Odio et amo: nuestra visión de Roma puede ser muy ambivalente», resume Isabel Rodà. «Los romanos llevaron al mundo una modernidad y un confort, una calidad de vida, que no hemos recuperado luego hasta el siglo XX, por no hablar del derecho, pero no podemos idealizarlos. Estamos separados: nosotros somos producto de muchas fases intermedias, y del cristianismo». Acabamos con un testimonio de excepción: ¡el del mismísimo Galba! «Me siento bien con la coraza, da empaque», dice Lluís Homar que se ha metido con ganas una segunda temporada en la piel del pretor. Aunque eso no le hace perder la perspectiva: «Los romanos eran diferentes, no te quepa la menor duda; mientras nosotros debatimos sobre el boxeo o los toros, ellos no tenían ningún reparo en emplear la fuerza bruta, ni en convertir la violencia en espectáculo. Los devolvemos a la vida en la ficción, pero su tiempo ha pasado».

Sexus

– Se rumoreaba que la emperatriz Faustina había concebido a Cómodo de un gladiador. Y que Marco Aurelio, siguiendo el sabio consejo de los adivinos, lo había hecho matar, obligado a su mujer a bañarse en la sangre y luego la había tomado sexualmente. Eso no salía en Gladiator…

– Catón de Útica, modelo de virtud romana, prestó su mujer a un amigo (íntimo, este sí) y la volvió a desposar después.
– La homosexualidad pasiva era un delito en un ciudadano, pero en el esclavo era un deber si el amo lo exigía. Ostras y caracoles, ya se sabe.
– No se clasificaba a la gente por el género del partenaire sino en función de si al practicar el sexo se era la parte activa o pasiva. O se tomaba el placer virilmente o se daba servilmente.
– Hacer una felación era un acto vergonzoso. El cunnilingus aún más, infame. La homosexualidad femenina estaba categóricamente prohibida. Tampoco gustaba (socialmente) que la mujer cabalgara al hombre: le molestaba mucho a Séneca.
– El principal sistema anticonceptivo romano era el agua fría. hasta el punto de que una mujer que hacía el amor se denominaba una mujer lavada (puella lauta) y la que lo hacía mucho, una mujer húmeda (puella uda)
– Dión Casio explica el caso de una prostituta que hacía de leopardo para un senador.

Vocabulario Fundamental. Extinción (11) León, la decadencia de un símbolo

Publicamos un revelador artículo de El País sobre la imparable decadencia en la que se encuentra el león, animal arquetípico y mitológico en muchas culturas que nos acompaña desde los albores de la raza humana y que en la actualidad ha visto reducido enormemente su número y áreas en las que sobrevive, símbolo del hundimiento del número de grandes predadores en el mundo. 

Apenas quedan 20.000 leones en libertad, solo 4.000 de ellos machos, víctimas preferidas de cazadores furtivos y cazadores legales, por llamar de alguna forma a los tarados que pagan para meter una bala en el corazón a un hermoso animal salvaje y se hacen llamar amantes de la Naturaleza.
Adjuntamos (además de las magníficas fotos del gran GG, especialista en detectar y fotografiar estos lindos gatitos) una apasionante charla TED titulada Lecciones de vida de los grandes felinos, de los naturalistas Dereck y Beverly Joubert. Este matrimonio sudafricano es autor de libros y grandes documentales sobre vida salvaje y en esta charla nos hablan de lo aprendido sobre algunos animales salvajes, fundamentalmente felinos, a los que han estudiado y con los que han convivido, entre ellos una manada de leones especializados en cazar búfalos en el inmenso pantano en el que todos los años se convierte el delta del Okavango. 

Los Joubert cuentan también la increíble historia que vivieron con la leopardo Legadema (la que adoptó un bebé babuino), hacen un conmovedor alegato sobre los animales como individuos y denuncian la terrible realidad de la decadencia de los grandes felinos en el mundo por la mano del hombre, en una campaña para intentar salvar a estos animales (y los ecosistemas que los cobijan) de una extinción cercana en las próximas décadas.

El león se extingue

El País. Jacinto Antón 11 Feb 2012


Pocas experiencias hay tan impresionantes como oír el rugido de un león en la inmensa noche africana. Ese sonido que parece brotar de las entrañas mismas de la naturaleza y llenarlo todo es la quintaesencia de África. Como lo es la melena del gran depredador. Símbolo regio por excelencia, encarnación del poder, imagen de la fuerza, el león parece inmortal y eterno. Y sin embargo se encuentra en una situación de peligrosa vulnerabilidad, en el límite incluso de la extinción. «Aunque muchos lo consideren imposible, tenemos que empezar a pensar en un África sin leones muy pronto», advierte Dereck Joubert, una de las personas del mundo que mejor conoce a esos felinos. «Si no ponemos remedio inmediatamente, van a desaparecer, y rápido, en 10 o 15 años».

¿Qué amenaza al rey de la selva? «Cinco cosas: el hombre, el hombre, el hombre, el hombre y el hombre», recalca con ferocidad el naturalista. En su opinión, bastaría con 50 millones de dólares – «un precio barato»- para salvar al gran icono de África, del que apenas quedan 20.000 ejemplares, tras ver reducida su población en las últimas dos décadas en un 50 %. Hace medio siglo había 400.000. Pueden parecer muchos esos 20.000, sobre todo si piensas en los devoradores de hombres del Tsavo o de Wangingombe, o si has visto alguno muy cerca. Pero, señala Joubert, solo unos 4.000 son machos. Y, sin contar con los que masacran los furtivos, se cazan con licencia 600 de ellos al año, para trofeos, lo que provoca un declive imparable en las manadas, organizadas segun un esquema familiar.

Dereck y su mujer, Beverly Joubert, sudafricanos, llevan casi treinta años filmando leones e investigando su comportamiento en los grandes parajes del continente, sobre todo en Botsuana y Kenia. Exploradores en residencia de National Geographic, son autores de 22 filmes y diez libros, además de diversos artículos científicos y numerosos reportajes. Saben de leones. Quien firma este reportaje los ha visto desde su mismo todoterreno rastreando a los felinos en la sabana en emocionantes jornadas de garra y colmillo. Una vez, Dereck filmaba tan cerca de una cacería que se manchó de sangre; nunca ha sabido, dice, si quien pasó rozándolo mientras miraba por el objetivo ensimismado fue el búfalo o, ¡Dios santo!, el propio depredador.

Hoy no estamos en los predios del león, ni se recortan en el inacabable horizonte las manadas infinitas de sus presas. Esto es París, no hay más leones que los de bronce que adornan algunas plazas o los de los relieves asirios del Louvre. Los Joubert han dejado sus escenarios salvajes para encender desde aquí la luz roja de advertencia sobre el terrible destino de las fieras. Beverly viste chic aunque conserva su sombrero. A Dereck se le nota más incómodo, a lo Cocodrilo Dundee en la ciudad. A su paso por el boulevard Saint Germain la gente se gira sin saber bien si se han cruzado con una versión asilvestrada de Karl Lagerfeld o con Buffalo Bill, regresado a la capital francesa con su Wild West Show más de un siglo después.

La otra noche se proyectó en primicia en la Biblioteca Nacional de Francia el extraordinario filme de los Joubert Los últimos leones, acerca de una hembra, bautizada Ma di Tau («madre de leones», en tsuana) que lucha por la supervivencia en Duba, una isla en los pantanos del Okavango, en Botsuana, como una metáfora de su especie. Es una película de enorme dramatismo, con imágenes de los leones cazando en el agua y narrada en tono épico por Jeremy Irons -paradójicamente la voz de Scar, el león malo en El rey león-. La emite mañana lunes a las 18.00 Nat Geo Wild (dial 130 de Canal +) y la siguen cada día hasta el domingo otras producciones sobre leopardos, pumas, jaguares, tigres, guepardos y la pantera nebulosa: una semana de fieras. El filme, acompañado por un libro, sirve de reclamo de la iniciativa Big Cats lanzada por los Joubert para tratar de salvar a los leones y a otros grandes felinos en peligro de extinción (incluye una campaña en Internet).

Sentados en un café, les señalo a los Joubert si no les parecen muy crueles algunas escenas de su película -como la del cachorro de león arrastrándose con la espalda rota o la del búfalo con el befo colgando tras un mordisco-. «La naturaleza es indiferente, no cruel», salta Beverly. «No hay maldad en la naturaleza, solo en el hombre». Para amansar a los dos naturalistas les pregunto de qué le sirve la melena al león. Apunto que el gran George B. Schaller, autor del estudio definitivo sobre los leones (The Serengeti lion, 1972, un voluminoso tomo que llevo conmigo para impresionarlos), considera que puede ser un elemento de protección. «Hay muchas teorías, defensa, temperatura», responde Dereck mesándose su propia melena. «Mi opinión es que la usan como bandera, para que los reconozcan los demás». El especialista en leones alaba a Schaller (del que Altaïr ha publicado unos relatos memorialísticos maravillosos en Un naturalista y otras bestias) y su trabajo: «Nos conocemos y nos carteamos, es un gran zoólogo, inteligente y humilde, le consultamos muchas cosas; coincide con nosotros en el declive del león, como todos los expertos». La lectura de The Serengeti lion confirma muchas de las cosas que aparecen en el filme: abundan los leones tuertos, como Silver Eye, la infanticida y acerba rival de Ma di tau. Y la mortandad de cachorros es verdaderamente espeluznante (más del 67 %).

Los Joubert subrayan que hoy existe un consenso absoluto entre los científicos sobre que los leones están cerca de la extinción. Sin embargo, recuerdan, se los puede seguir cazando legalmente en Tanzania, Zambia, Namibia, Zimbabwe y Sudáfrica. Otros países permiten la caza con restricciones y en otros no hay protección legal alguna. Son muy pocos los que han prohibido completamente cazarlos. La presión de los cazadores occidentales que pagan -y mucho- por su trofeo es tan grave, según los naturalistas, como la de los furtivos. «El león es el único felino realmente social y cuando matas a uno toda la manada se resiente», indican. «Hemos calculado que por un león cazado puedes perder veinte. Llevarte un león para colgarlo en la pared supone una tragedia colectiva. Pero no hay forma de que lo comprendan los cazadores, especialmente en los EE UU. Muchos se creen Hemingway». Hay que ver el daño que ha hecho Verdes colinas de África, apunto. «No se dan cuenta de que los tiempos han cambiado. Cazar un león cuando se están extinguiendo ya no es un deporte cool».

Dereck no entiende como muchos cazadores que afirman amar la naturaleza son capaces de matar a un león. «Es inconcebible, dicen ‘qué hermoso’, y le disparan, así, sin ningún remordimiento. Con una mirada que es difícil sostener si no eres un león, me reprocha como si yo esgrimiera un rifle .375 H&H y no un boli: «Hay muchos españoles en la caza mayor».

¿No está peor el tigre? «Quedan menos, efectivamente. Unos tres mil en estado salvaje. Pero desde el punto de vista de la conservación no es lo mismo perder un tigre que un león. El tigre no es social, viven de manera solitaria en territorios enormes y la muerte de uno no afecta de manera tan grave a la especie. Con muchos menos tigres puedes asegurar su pervivencia». El tigre, además, se encuentra mejor protegido legalmente. De hecho una de las iniciativas del proyecto Big Cats es lograr la equiparación de ambos. Poner al león africano en el Apéndice I de la Convencion de Comercio Internacional de Especies Amenazadas (CITES) y no en el II como está ahora.»Que se prohíba ya cazar leones, como se ha prohibido cazar tigres».

Una de las ideas iniciales de los Joubert era comprar licencias, es decir, pagar para salvar a leones condenados, pero ahora creen que la medida es insuficiente. Además de detener la caza legal, hay otros frentes. «Hay que preservar las áreas protegidas. Hace falta dinero para pagar compensaciones a las tribus que pierden su ganado en las garras de los leones y los matan por ello, pagarles la vaca muerta a precio de mercado. Y para educar a los masais y a los demás en la idea de que los leones no son una amenaza a sus intereses sino una fuente de riqueza». 

Otro gasto es en la protección de ganado. Dereck señala la posibilidad de colocar algún tipo de dispositivo electrónico en los leones que advierta de su presencia a las vacas. Salvar al león significa, destacan los Joubert, salvar a muchas otras especies, el ecosistema africano e incluso los parques naturales y a los propios africanos. «No olvidemos que el gran reclamo de los safaris fotográficos es los leones. Si dejara de haberlos, el turismo desaparecería. Nadie quiere ir a una reserva en África en la que no haya leones».

Siempre quedarán los leones en cautividad. «No es lo mismo. A pesar de experiencias como la de la Elsa de Nacida libre, los leones no pueden ser reintroducidos con éxito en la naturaleza». Los Joubert están contra los zoos. «Hoy hay otras formas de observar animales, como las películas, incluso en 3D». En cuanto a los circos, «son una absurda extravagancia que ridiculiza y humilla a los animales». Estos, recalcan, «no están en el mundo para entretenernos», y se los debe ver en su medio en un ambiente de «celebración y respeto». En cambio, consideran que los gatos domésticos, tener uno, son una buena forma de aprender lo fascinantes que resultan los felinos. «Aprendes más de los leones observando a un gato que yendo al circo o al zoo. Entendiendo al gato, entiendes al león».

TED – Lecciones de vida de los grandes felinos

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