Jacinto Antón
Campanadas de la Historia (22) Waterloo, la última batalla de Napoleón
Un estupendo artículo de Jacinto Antón, que viaja junto al escritor Ildefonso Arenas, nos lleva al campo de batalla de Waterloo de la mano de Miguel de Álava, militar y diplomático español y única persona que estuvo en Waterloo y en otra batalla crucial de nuestra Historia, Trafalgar. Álava fue ayuda de campo del célebre Arthur Wellesley, duque de Wellington y comandante de las fuerzas aliadas en Waterloo, hecho fundamental del mundo moderno que acabaría con la derrota total de las fuerzas napoleónicas y el segundo y definitivo exilio de Bonaparte (uno de los grandes mass-killers de la Historia) en la remota isla de Santa Elena, de donde ya no saldría vivo. Tras el artículo les adjuntamos un buen documental que muestra todo lo que ocurrió en las jornadas del 15 al 18 de junio de 1815 cuando se decidió el destino de Europa tras el ciclón destructivo -e ideológico- que para nuestro continente supusieron los tres lustros en el poder del pequeño y terrible corso.
El escenario bélico de Waterloo: La defensa de La Haye-Sainte por la legión alemana del Rey, de A. Northern.
Ildefonso Arenas (Madrid, 1947), una figura prácticamente desconocida hasta ahora de nuestras letras pero que cuenta ya con Carmen Balcells como agente, ha alumbrado una novela extraordinaria: por el tamaño (1.214 páginas: imaginen lo que es llevarla en Ryanair y arrastrarla por media Bélgica, lloviendo), el asunto (la última campaña de Napoleón y el antes y el después de la misma) y la calidad literaria. Es Álava en Waterloo(Edhasa) una novela histórica de las importantes, grandísimo fresco de toda una época, en la que caben sutilezas políticas, escenas de cama (o bañera: ¡Talleyrand y su sobrina!) y bailes, junto a grandes maniobras, sanguinarias acciones bélicas y salvajes amputaciones. Pese a todas las atrocidades que, al cabo relato de una guerra, no puede evitar, el libro está atravesado por una fina ironía y un gran sentido del humor.
El itinerario con Arenas, tras encontrarnos en el aeropùerto de Charleroi, comienza de manera bastante poco prometedora en Fleurus, donde nos perdemos en busca del molino Naveau desde el que Napoleón oteó a los prusianos el 16 de junio, antes de pegarles una paliza en Ligny (“en realidad Waterloo son cuatro días y seis batallas”). Al final damos con el dichoso molino. “Ahí arriba, en una plataforma que le montaron, se situó el Emperador con el catalejo mientras las pasaba putas a causa de un cólico nefrítico. Ligny podría haber sido una batalla decisiva, pero Napoleón dejó escapar luego a los prusianos. Ahí empezó a perder la batalla de Waterloo”. Arenas, que manifiesta una curiosa predilección por los prusianos (“fueron los verdaderos vencedores de Napoleón, pero Wellington era un genio del marketing”) quiere que sigamos la ruta de retirada de éstos. Lo hacemos, en coche, al pass de charge de los grenadiers-à-pied, mientras el escritor va brindando informaciones. “Napoleón tenía el ejército lleno de prima donnas, hasta 25 mariscales en 1815; piensa que los prusianos, gente seria, tenían solo dos”. “Aquella fue una campaña de locos, todos cometieron errores, los franceses y la Séptima Coalición de los Aliados, aunque al final pasó lo que era lógico: el ejército de 220.000 hombres derrotó al de solo 125.000”. En Ligny —lugar de la derniere victoire de Bonaparte—, el museo dedicado a la atroz batalla está cerrado, pero paramos en una curva para retratar un cañón de 12 libras (“Napoleón los llamaba belles filles, este se le conoce como Le Formidable) en la cuneta. Le pregunto a Arenas, para calentarme, por ese mundo de la alta sociedad que retrata en su libro, lleno de aristócratas rijosos y duquesas y princesas casquivanas. “Si no fuera inmoral no sería interesante, en todo aquello había intereses y política, pero también mucho vicio”.
Más tarde, precisamente mientras comemos unas boulettes à la liégeoise en Lasne, Arenas explica lo de la herida de Álava. “En la campaña de España, recibió un tiro en un mal sitio, malo de verdad, y quedó averiado para procrear”. Cambio de tercio y le pregunto por la aportación de su libro a la infinidad de relatos sobre Waterloo. “He explicado la campaña en tramos horarios, algo que es original y la hace muy comprensiva, aparte de devolver a Álava su importancia en los acontecimientos”, dice. De vuelta a la batalla, admiramos en el Museo Wellington la prótesis de Lord Uxbridge, sables hallados en el campo de batalla, y el uniforme de un Royal Scot Grey, entre otras maravillas.
S.P.Q.R. (1) Intro / Están locos los romanos
Comenzamos una nueva serie de posts sobre la Antigua Roma bajo la clásica insignia S.P.Q.R (Senatus Populusque Romanus, el Senado y el pueblo romano) y lo hacemos con un estupendo artículo de Jacinto Antón en el que pregunta a expertos sobre algunos grandes mitos y errores históricos en nuestra percepción sobre la civilización romana y lo que de ella hemos heredado. A través de documentales y artículos especializados indagaremos en la historia romana, en las guerras y los guerreros que forjaron el imperio y finalmente lo destruyeron y los sistemas políticos que la conformaron, desde aquella alianza de las tribus latinas, sabinas y etruscas que se asentaban en las siete colinas a orillas del río Tiber hasta abarcar desde la actual Gran Bretaña hasta el desierto del Sahara, desde la Península Ibérica hasta el río Tigris.
Al período de mayor esplendor del Imperio se le conoce como pax romana, debido al relativo estado de orden y prosperidad bajo la dinastía de los Antoninos (96-192) y, en menor medida, bajo la de los Severos (193-235) en la que comenzaría su decadencia. Es en este periodo cuando el Imperio Romano, de manos de Trajano (a quien dedicaremos nuestra segunda entrada de S.P.Q.R.) alcanzaría su máxima expansión, llegando hasta la ciudad persa de Susa, al sudoeste del actual Irán.
Imperio Romano
Imperio Romano de Occidente
Imperio Romano de Oriente
Estados herederos del Imperio Bizantino
Jacinto Antón – El País 22 Mayo 2011
Les debemos mucho, pero nos separan cosas fundamentales. ¿Qué es lo que más nos impactaría de la Roma clásica si pidieramos viajar hasta ella?, le pregunto a la gran y amena historiadora Mary Beard, autora de Pompeya o El triunfo romano (ambas en Crítica). «Oh, la suciedad y el olor pestilente, y la pobreza… detrás de la rutilante fachada de mármol».Les debemos mucho, casi todo, a los romanos, vale. Recuerden las palabras de Reg, el líder del Frente Popular de Judea, sector oficial, en La vida de Brian -el discurso más celebrado del cine de sandalias después de la arenga del general Maximus (Gladiator) a los frates jinetes de sus turmae y el «¡arre!» de Ben Hur-: «Aparte del acueducto, el alcantarillado, las carreteras, la irrigación, la sanidad, la enseñanza, el vino (eso sí lo vamos a echar de menos), la ley y el orden, ¿qué han hecho los romanos por nosotros?». Roma caput mundi, aeterna urbis, aurea Roma, civis Romanum sum, Romanus sedendo vincit… De acuerdo, de acuerdo. Pero tras la nueva invasión romana que vivimos, la enésima, manifestada en libros de toda clase, películas y series de televisión -hasta La Fura dels Baus se pone romana-, una sospecha empieza a aflorar en nuestros latinos corazones: ¿de verdad nos parecemos tanto?, ¿somos tan romanos realmente?, ¿ese mundo que aparece ante nuestros ojos en páginas, pantallas y escenarios es el nuestro?
Es difícil identificarse, aceptémoslo, con la hosca facilidad de Quintus Dias, el protagonista de la sangrienta película Centurión, para matar a punta de gladio pictos y brigantes; con el sexo morboso y cruel de las matronas de Spartacus -quien haya visto con su hija adolescente la escena de la serie en que las damas obligan a copular ante ellas a un gladiador y a una esclava tardará en olvidarlo («pues vaya con la antigüedad, papi»), por no hablar de conseguir que la niña lea luego a Ovidio-. Cuesta, decía, sentir afinidad con la despiadada astucia del resucitado pretor Galba en la segunda temporada de Hispania o con platos como las vulvas de cerdo à la Lucio Vero (envenenadas). ¿Un espejo, Roma? Vae!, ¡ay!.
¿Qué es lo que más nos impactaría de la Roma clásica si pidieramos viajar hasta ella?, le pregunto a la gran y amena historiadora Mary Beard, autora de Pompeya o El triunfo romano (ambas en Crítica). «Oh, la suciedad y el olor pestilente, y la pobreza… detrás de la rutilante fachada de mármol».
Los romanos a los que tenemos por tan limpios, no usaban jabón para lavarse sino aceite de oliva. Los retretes domésticos eran una excentricidad (y estaban junto a las cocinas, y no tenían puertas). Lo habitual era usar las letrinas públicas, sin ninguna privacidad. Curioso. Incluso los insultos romanos nos suenan extraños: Domicio Corbulón llamó a Cornelio Fido en el Senado «struthocamelus depilatus», «avestruz pelado», vamos, ni el capitán Haddock. ¿El sexo? «Somos más mojigatos que ellos en relación con el placer y el cuerpo», opina Rodà. «Había menos tabúes. No tenían el concepto de pecado y culpa que es nuestra herencia judeocristiana». A ver quién colgaría hoy en su casa un tintinnabulum, una campanita, con forma de pene…
Hay muchas cosas que damos por sentado de los romanos, pero que no son ciertas. Por ejemplo, apunta Mary Beard, que usaran habitualmente togas. «La toga era una vestimenta formal, no algo para cada día». La historiadora detesta que le pregunten (como le ocurre siempre) qué llevaban debajo de la ropa los romanos. Ahí va la respuesta: subligaculum. Con lo fácil que es decir calzoncillos y bragas…
Sexus
– Se rumoreaba que la emperatriz Faustina había concebido a Cómodo de un gladiador. Y que Marco Aurelio, siguiendo el sabio consejo de los adivinos, lo había hecho matar, obligado a su mujer a bañarse en la sangre y luego la había tomado sexualmente. Eso no salía en Gladiator…
Vocabulario Fundamental. Extinción (11) León, la decadencia de un símbolo
Apenas quedan 20.000 leones en libertad, solo 4.000 de ellos machos, víctimas preferidas de cazadores furtivos y cazadores legales, por llamar de alguna forma a los tarados que pagan para meter una bala en el corazón a un hermoso animal salvaje y se hacen llamar amantes de la Naturaleza.
Los Joubert cuentan también la increíble historia que vivieron con la leopardo Legadema (la que adoptó un bebé babuino), hacen un conmovedor alegato sobre los animales como individuos y denuncian la terrible realidad de la decadencia de los grandes felinos en el mundo por la mano del hombre, en una campaña para intentar salvar a estos animales (y los ecosistemas que los cobijan) de una extinción cercana en las próximas décadas.
El león se extingue
El País. Jacinto Antón 11 Feb 2012
Pocas experiencias hay tan impresionantes como oír el rugido de un león en la inmensa noche africana. Ese sonido que parece brotar de las entrañas mismas de la naturaleza y llenarlo todo es la quintaesencia de África. Como lo es la melena del gran depredador. Símbolo regio por excelencia, encarnación del poder, imagen de la fuerza, el león parece inmortal y eterno. Y sin embargo se encuentra en una situación de peligrosa vulnerabilidad, en el límite incluso de la extinción. «Aunque muchos lo consideren imposible, tenemos que empezar a pensar en un África sin leones muy pronto», advierte Dereck Joubert, una de las personas del mundo que mejor conoce a esos felinos. «Si no ponemos remedio inmediatamente, van a desaparecer, y rápido, en 10 o 15 años».
¿Qué amenaza al rey de la selva? «Cinco cosas: el hombre, el hombre, el hombre, el hombre y el hombre», recalca con ferocidad el naturalista. En su opinión, bastaría con 50 millones de dólares – «un precio barato»- para salvar al gran icono de África, del que apenas quedan 20.000 ejemplares, tras ver reducida su población en las últimas dos décadas en un 50 %. Hace medio siglo había 400.000. Pueden parecer muchos esos 20.000, sobre todo si piensas en los devoradores de hombres del Tsavo o de Wangingombe, o si has visto alguno muy cerca. Pero, señala Joubert, solo unos 4.000 son machos. Y, sin contar con los que masacran los furtivos, se cazan con licencia 600 de ellos al año, para trofeos, lo que provoca un declive imparable en las manadas, organizadas segun un esquema familiar.
Otro gasto es en la protección de ganado. Dereck señala la posibilidad de colocar algún tipo de dispositivo electrónico en los leones que advierta de su presencia a las vacas. Salvar al león significa, destacan los Joubert, salvar a muchas otras especies, el ecosistema africano e incluso los parques naturales y a los propios africanos. «No olvidemos que el gran reclamo de los safaris fotográficos es los leones. Si dejara de haberlos, el turismo desaparecería. Nadie quiere ir a una reserva en África en la que no haya leones».
TED – Lecciones de vida de los grandes felinos